El camino del madero



-Entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que viene detrás de mí; y no soy digno de soltarle la correa de su sandalia.

Esto dijo Juan en el desierto.

Entonces nos miramos, sin decir palabra. Habíamos caminado ya durante cuarenta días con sus noches, y el hambre apretaba nuestros estómagos. Habíamos caminado en tu busca, sin hallar aún más que las huellas que habías dejado en el alma de otras personas. Pero nuestras almas permanecían en la oscuridad del desierto, y la esperanza comenzaba a mezclarse con las sombras; con dolor veíamos cómo parecía diluirse en la noche oscura.

-¿Entre nosotros…? –dijo por fin el pastor.

Y era la pregunta que a todos nos dolía en la garganta. Cuarenta días en el desierto… ¿y habías estado todo el tiempo entre nosotros?




-Y el Verbo se hizo carne… y acampó entre nosotros –dijo el mago, con los ojos cerrados, y sonrió.

Sonrió porque, en su repentina confusión por las palabras de Juan en el desierto, había sentido el impulso de cerrar los ojos y buscar en su interior el sentido de esas palabras. Eso es algo que aprendimos en el desierto: somos tierra fértil (adâmah), y desde el principio Dios ha puesto dentro de nosotros las semillas que necesitamos para caminar; todo lo que tenemos que hacer es dejar de andar dando tumbos por las ciudades comprando jardines enlatados, mirar hacia dentro y dejar que las semillas broten. El alma es una semilla que Dios ha sembrado en la pequeña parcela que somos; si ponemos tierra y semilla en manos del Sembrador, sabrá cosecharla y nos veremos florecer y dar fruto.

Del alma silenciosa del mago brotó esa flor inesperada, cuyo fruto compartió de inmediato con nosotros:

-Dios se ha hecho hombre, y habita entre nosotros… entre nosotros ha puesto su tienda de campaña, y la va llevando de un sitio a otro por el desierto, conforme caminamos, a nuestro lado. Jesús es el gran peregrino, el primero de todos… ¡ha abandonado su morada junto al Padre, para venir a caminar entre nosotros!

-Pero, ¿dónde está? ¿Acaso es alguno de nosotros tres? –preguntó el pastor.

-O quizás es tanto que habita en nosotros –aventuré-, que no hemos sabido verle, tan acostumbrados a ver hacia fuera…

Pues, ciertamente, de tanto caminar estos cuarenta días por el desierto de la Biblia, de tanto alejarnos de nuestras costumbres “civilizadas” y empezar a conocer este nuevo mundo donde tiene más pureza la sonrisa y la mirada, el silencio y la extraña melodía de nuestros pasos al caminar, poco a poco habíamos ido descubriendo en nosotros a ese Jesús que buscábamos al final del camino.

-¡Es cierto! –exclamó el pastor-. Cuando yo abandoné mis rebaños para buscar a ese niño nacido en Belén… si bien he caminado más de lo que creía necesario, de alguna manera ese niño ha nacido poco a poco en la cueva que llevo en el alma. Conforme caminaba, Belén me parecía cada vez más lejana… ¡y ahora descubro que la llevo dentro de mí!

-Me ocurre algo parecido –agregó el mago-. Salí de mi tierra siguiendo un sendero que descubrí en las estrellas… Y en el camino las estrellas del firmamento se han apagado una tras otra, y nuevas estrellas se han encendido dentro de mi alma, ¡una tras otra! Y me van indicando un camino distinto, que no esperaba, y que me lleva cada vez más adentro, donde ya puedo atisbar en medio de la oscuridad la mirada de ese Dios tierno y frágil, envuelto en pañales y acostado en un pesebre. ¡Qué Dios misterioso, que no se ha dejado atrapar dentro de lo que torpemente creíamos saber de Él!

-Pero entonces, ¿ahora qué sigue? –pregunté-. ¿Seguir caminando? ¿O sentarnos a esperar? Esa palabra, esperar… ¡No sé si soy capaz de esperar más de lo que ya he esperado!

-No creo que ni nosotros, ni nadie en este mundo, tenga que esperar a Dios más de lo que Él nos ha esperado a nosotros –dijo el mago.

-Propongo que sigamos caminando –concluyó el pastor-. Ya hemos descubierto que Dios no está al final del camino, sino que va llevando su tienda junto a nuestros pasos… ¡Él es el camino!

Así que nos pusimos en pie y comenzamos de nuevo a caminar.

Y aunque íbamos en silencio, y ninguno de los tres lo comentó… ahora el camino nos sabía distinto. Como si nuestros pies tuviesen una especie de paladar, que de pronto había despertado… saboreábamos el camino como hasta ahora no lo habíamos hecho.


Caminando por el desierto, una semilla me brotó del alma; era como una sonrisa que asomaba de lo más hondo de mi ser.

Seguí caminando, y la sonrisa floreció. Era yo, entonces, un jardín que caminaba por el desierto.

Y así, caminando, descubrí a lo lejos un palo que no florecía; estaba plantado en lo alto de un monte, como una solitaria estaca que desentonaba con el resto del paisaje.

-¿Quién eres? –pregunté.

-Soy la cruz –me respondió.

Y ella me enseñó que el jardín que soy, y por más bello que pueda llegar a ser, a menudo debe ser regado con lágrimas.

*

Antes de morir crucificado, estuviste en un jardín. Se conoce como el Jardín de Getsemaní, en la ladera del Monte de los Olivos. Allí, al cobijo de las copas abundantes de estos árboles, te he encontrado.

Te acercaste a mi oído, en el silencio de la noche, y me dijiste:

-Ora, para no caer en tentación.

Pero me quedé dormido.

Mientras dormía, tu alma se sumió en una tristeza de muerte. Cuando quizás más me necesitabas, te dejé solo. Rogaste a tu Padre que te levantara en brazos y te librara de la cruz; pero al día siguiente, cuando clavado en ella morías, te sentiste también abandonado por Él. ¡Qué soledad absoluta! Tanta era tu angustia, que tu piel lloraba lágrimas de sangre.

Y yo dormía. Mis párpados fueron como pesadas cortinas que me impidieron ver lo que hacías por mí.

Y me dijiste:

-Mantente despierto, y ora para no caer en tentación… el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil.

Espíritu, carne, carne y espíritu… ¡cuánto nos cuesta conciliar esas dos palabras, y hacer de ellas una armonía en la cual la melodía de la vida pueda florecer! Y ahora, después de caminar cuarenta días con sus noches en el desierto, te he encontrado en este jardín que ha crecido en mi alma, y en medio de flores y bellos frutos me muestras la cruz… ¡y solo en ella consigo ver esas dos palabras en armonioso equilibrio!

Te pedí que me llevaras de la esclavitud a la libertad…

y me diste una cruz.


-Si quieres venir conmigo –me dijiste- niégate a ti mismo, carga con tu cruz y sígueme; porque si tratas de poner tu vida a salvo, la perderás; en cambio, si pierdes tu vida por mí, la salvarás.

Y así salí del Jardín, con un pesado madero a la espalda.

*

-El madero te mostrará el camino
…me dijiste.

*

El espíritu está dispuesto… pero la carne es débil.

La carne, la tierra fértil, adâmah, es ese pequeño trozo de Creación que soy. Es ese bello caminante que has moldeado del barro.

En él has puesto tu semilla, tu aliento de vida, tu espíritu. El espíritu es ese pequeño trozo del Creador… que soy.

Juntos, carne y espíritu, caminamos.

Algunas veces la carne toma el mando. Entonces deja de ser bella, pues se endurece como tierra seca que aprisiona la semilla y no la deja brotar.

Pero otras veces es el Espíritu quien toma el mando; entonces la tierra se humedece y se abre, y la Vida brota feliz y extiende sus hojas sobre la brisa deliciosa, y derrama su perfume por los caminos y por los pies que los caminan.

Y el Verbo de Dios se hizo carne…
y acampó entre nosotros.
Puso su tienda entre nosotros
y caminando, Dios peregrino, con nosotros
plantó la semilla del espíritu
y el espíritu brotó
como un manantial en medio de la tierra
y nos dio vida, vida en abundancia…

*

Así caminaba yo por el desierto, cargando el madero de la cruz.

No entendía qué tenía que ver aquel pesado traste con mi felicidad; no entendía por qué debía regar mi bello jardín con lágrimas. Sin embargo, decidí confiar en ti… y lo llevé a cuestas.

Frente a mí se levantaba aquel monte, en cuya cima había otro madero, sobriamente clavado en el suelo.

“El madero te mostrará el camino”, me habías dicho; y el madero me dijo que debía ascender aquel monte.


Así es como, en el desierto, comenzamos a aprender a cargar con el madero de la cruz. El mismo madero, sobre nuestra espalda, nos ayuda a mantener los brazos abiertos; pues el camino está hecho de personas que necesitan un abrazo, o una mano extendida para ayudarlos a salir de agujeros en que han caído.

Al caminar con los brazos abiertos, el pecho va descubierto. El corazón va abierto de par en par, dispuesto a amar y ser amado. Habrá muchos tropiezos, y el corazón se irá llenando de heridas; por eso Dios lo creó ya desde el principio como una herida, pues desde que nacemos está siempre sangrando. El corazón está hecho para derramar vida ininterrumpidamente. No debemos tener miedo de amar.

El madero del amor es pesado. Nos hará tropezar, nos hará sangrar, nos hará derramar muchas lágrimas. No puede ser de otra manera. Cuando se ama, se busca sin ningún interés propio el bien de los demás; pero a veces los clavos son necesarios para mantener los brazos abiertos en la cruz. No hay una recompensa por amar, al menos al estilo de las recompensas que este mundo da. El espíritu se va enriqueciendo conforme ama; pero la carne tropieza, pues es débil y cree no estar hecha para estos negocios de Dios.

Por eso es necesario el madero vertical, que está firmemente clavado en lo alto del monte. La fe, que es el extremo inferior que se hunde en el suelo (según una bella manera de entender la cruz de algunos cristianos hace muchos siglos), es como la raíz que nos sostiene. Tiene que ver con el pasado, pues tiene que ver con las promesas de Dios: cuando Abrahán dejó su tierra natal, lo hizo firmemente asentado en la fe en la promesa que Dios le hizo de una tierra llena de bendiciones. La fe de Abrahán consistía en confiar en las promesas que en el pasado le había hecho Dios.

En el extremo superior de la cruz está representada la esperanza. Mientras la fe es como una raíz que sostiene la cruz, la esperanza asciende al cielo y busca a Dios. Tiene que ver con el futuro: Abrahán, que tenía fe en las promesas que Dios le había hecho en el pasado, caminaba con la esperanza de ver un día cumplidas esas promesas.

Eso es cargar la cruz. Con la certeza de que en lo alto del monte tu fe es una raíz profunda y firme, y tu esperanza se eleva a Dios, caminas llevando sobre tu espalda el madero del amor.

*   *   *



Juan 1, 26-27.
Juan 1, 14.
Marcos 14, 32-42; Lucas 22, 39-46.
Mateo 4, 1-11.

Pintura: Olivos. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 1993.
Fotografía: Ana Trejos, en algún sitio del Camino de Santiago. 2011.

Con este texto termina el Libro de la Cuaresma.
Y ha comenzado, con este mismo capítulo, la tercera parte de la “Guía del camino para magos y pastores”, que titularé simplemente “En el camino”.
A partir de ahora, nos ponemos en camino con Jesús. Dejamos atrás el desierto, de la misma manera que Jesús, tras el arresto de Juan Bautista, regresó a Galilea y comenzó a proclamar la Buena Noticia.
El mago y el pastor han descubierto que el destino no es algo al final del camino; sino que el peregrino lo construye paso a paso.
El desierto queda atrás, sí… pero el mundo al que hemos regresado es ahora, en realidad, un mundo nuevo.
Pues no se trata de adónde llegamos… se trata de lo que somos al llegar.

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