Comencé
a escribir la “Guía del camino para magos
y pastores” hace casi tres meses. En el primer capítulo, Magos
y pastores en el laberinto, comparo mis veladas de estudio y oración
con la Biblia con las andanzas de un personaje –que soy yo mismo- por los
senderos de un laberinto.
Mi
afición por los laberintos me acompaña desde hace ya varios años. Mi primera
experiencia fue en una de las montañas de mi país, cuando tuve la oportunidad
de recorrer una reproducción del laberinto de la Catedral de Chartres,
delineado en el suelo con piedras.
Desde
entonces he tratado de seguir la pista de esta antigua tradición, presente en
muchas catedrales católicas y que en los últimos años ha sido descubierta por
algunos hospitales como una excelente práctica de meditación y recuperación.
He
dibujado en pocos segundos uno de los laberintos más sencillos de trazar:
En
15 minutos se puede trazar este mismo laberinto, usando un kilo de harina, en
cualquier sitio. Lo he hecho en el jardín de mi casa, con varios amigos, y
luego lo hemos recorrido descalzos; toma otros 15 minutos entrar y volver a
salir. El simbolismo es muy sencillo: caminar de afuera del laberinto al centro
tomaría unos pocos segundos, si se hiciese el camino en línea recta; pero el
sendero circular propone un trabajo de conocimiento personal a la hora de
alcanzar cualquier objetivo. Se tarda más en llegar, pero cuando llegas, se
puede decir que eres otro. Te has enriquecido en el camino. El objetivo,
que era llegar al centro del laberinto, se ha convertido –mientras caminabas-
en otro: has llegado al centro de ti
mismo.
Siempre
queremos llegar a los sitios en línea
recta. Siempre buscamos el camino más rápido posible. Esto nos ha
convertido en profesionales en verbos como hacer,
tener, llegar… y nos hemos olvidado del único verbo verdaderamente
importante: ser. Para ser, no se
camina para llegar a una meta: se camina para generar esa meta. Y ese es precisamente el arte del peregrino.
Cuando un peregrino abandona su sitio para caminar hacia determinada meta –un
santuario, por ejemplo-, ni el santuario ni el punto de partida han cambiado
cuando concluye su peregrinación; pero él
ha cambiado.
Lo
mismo ocurre cuando eres peregrino por las páginas de la Biblia. Puedes
comenzar por cualquier versículo, y siempre te va a llevar a otro. Puedes
comenzar, por ejemplo, por una de las últimas palabras de Jesús antes de morir
en la cruz:
Tengo
sed.
(Juan
19, 28)
Y
eso te puede llevar al encuentro de Jesús con la samaritana, junto al pozo de
Jacob:
-Dame de beber –le dice Jesús.
(…)
-Si conocieras el don de Dios
-le
dice Jesús-
y
quién es el que te pide de beber,
tú
le pedirías a él,
y
él te daría agua viva.
(…)
-Quien beba del agua que yo le daré no
tendrá sed jamás,
porque
el agua que le daré se convertirá dentro de él
en
manantial que brota dando vida eterna.
(Juan
4, 7-14)
Y
entonces, llegaríamos a otro capítulo del evangelio de Juan:
Quien
tenga sed venga a mí; y beba quien cree en mí…
¡De
sus entrañas brotarán ríos de agua viva!
(Juan
7, 37-38)
Y,
como en un laberinto, podemos tomar rumbos distintos. Podemos apartarnos del
evangelio de Juan, y caminar por uno de los más bellos senderos de Mateo:
Porque
tuve sed, y me diste de beber…
(Mateo 25, 35)
O
podemos viajar por el sendero que nos propone el pozo donde Jesús ha prometido
a la samaritana el manantial de agua viva. ¿Llegaremos, entonces, al pozo donde
Isaac encontró a Rebeca? ¿O quizás al que fue testigo del encuentro de Jacob
con Raquel? ¿O llegarán nuestros pasos al pozo que llevó a Moisés a los brazos
de Séfora? ¿Podremos hallar también, como ellos, al amor de los amores junto a un pozo…?
Donde
quieras, peregrino, puedes detener tu andar. Cualquier sitio tiene algo para ti. Si te quedas a gusto junto al
pozo, podría pasarte lo que canta el salmo:
Será
como un árbol plantado junto al río,
que
da fruto a su tiempo,
su
fronda no se marchita;
en
todo lo que hace, prospera.
(Salmo
1, 3)
Podrías,
también, reconocer en las aguas junto a ti a ese mar de Galilea en cuyas orillas tanto caminó Jesús. Y si miras con
atención, verás su barca esperándote en la orilla. Es la barca que pidió a sus
discípulos que le tuviesen preparada (Marcos
3, 9); es la barca a la que subió para enseñar al gentío que permanecía en
tierra (Marcos 4, 1); es la barca en
la que navegaron mar adentro, Jesús y sus discípulos, para aprender a enfrentar
las tormentas y el miedo, y pasar a la otra orilla (Marcos 4, 35).
El
peregrino, mientras camina, florece. Su andar por los caminos le
va enriqueciendo. Se enriquece su mochila, pero no la que lleva a la espalda;
sino la que lleva en el alma. De igual manera que el caminante del laberinto,
que ha decidido tomar el camino largo, se sorprende al haberse encontrado a sí
mismo mientras caminaba, el peregrino descubre cada noche, al descansar en el
silencio del albergue, que la jornada ha hecho brotar de su ser algo que al
nacer el día aún no poseía.
El
peregrino, mientras camina, siente sed; no solo sed en su cuerpo, sino la sed
que siente el alma que se abre, que comienza a liberarse de las paredes grises
de la ciudad, que busca dentro de sí misma ese manantial que le puede devolver
la vida.
El
peregrino, mientras camina, llega a sus propias orillas; entra en contacto con
sus propios límites. Poco a poco, conforme se aleja de su hogar, de su zona de confort, sus pasos le llevan a
esa orilla del alma en que, ante sus ojos, se extiende el horizonte de lo
desconocido. Y allí, junto al mar, escucha la voz de Jesús, que le dice:
Pasemos
a la otra orilla.
La
libertad es una flor que brota en el alma del peregrino. Es el fruto del acto
mismo de caminar. De no quedarse quieto en un solo sitio.
No
renuncies a caminar. No te quedes atado a un vicio, a una costumbre, a una
idea, a un recuerdo, a una herida, a un baúl donde guardas celosamente todo lo
que crees poseer… No tengas miedo de levantarte, salir del mundo que has
construido y acercarte a tu orilla.
No
tengas miedo de mirar hacia el horizonte.
No tengas miedo de hacerte a la mar.
No tengas miedo de navegar hacia la otra orilla…
donde te espera quien realmente eres.
Marcos 4, 35.
Pinturas:
Telaraña
después de la lluvia.
Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2012.
Río
Porrós.
Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2007.
Gaviotas. Ana Trejos. Óleo sobre
lienzo. 2008.