De alguna manera, y de otras muchas,
la vida me ha enseñado a callejear. Primero por los sutiles senderos del bosque
en que vivo desde niño; luego por las calles de mi país, y finalmente por las
de Madrid; y, entre callejuelas y recodos, entre abrazos y sonrisas, he
aprendido también a andar como un vagabundo por los vericuetos de las almas de
la gente que amo.
Será por eso, y por la fuerza de la
costumbre, que mi relación con la Biblia ha sido también la de un callejero. Me
gusta andar por sus libros como quien anda buscando caminos, doblando en cada
versículo como quien dobla cada esquina, y perderme en sus callejones como
quien olvida sin remedio el camino de regreso a casa, como un peregrino que ya
no sabe cómo regresar y va de aldea en aldea buscando refugio o montando su
tienda en el campo, encendiendo su hoguera para competir con la luz de las
estrellas, respirando la brisa nocturna como un Adán de barro que respira ese
primer aliento que viene de lo más profundo de su Creador.
Muchas veces he tardado días en salir
del rincón de la Palabra en que me he perdido, si es que no estoy ya
irremediablemente perdido en ella para siempre. Es un buen sitio para perderse.
Dicen que en siglos pasados, los laberintos construidos en los jardines de los
palacios reales servían como escondrijo para que los amantes se amaran a la
sombra del rey y su séquito, sin que éste se enterara, ocultos entre los altos
e intrincados muros… La Biblia, para mí, es un bello laberinto en que puedo
perderme a gusto de la mirada terrible y engañosa del mundo, para encontrarme a
solas con Dios y amarle y dejarme amar, en el silencio de su Palabra.
También, en estas andanzas bíblicas,
me he topado con los personajes más diversos. Ellos, a veces con intención y a
veces sin siquiera darse cuenta, me han ayudado a caminar por estos misteriosos
parajes. En cierta ocasión, por ejemplo, llegué en mi andar a un albergue donde
compartí la mesa con dos insólitos personajes, de los que nunca he dejado de
aprender desde entonces; y siempre que coincido en algún sitio con ellos, o con
alguno de los dos, no dejo escapar la oportunidad de escuchar sus historias,
sus aventuras y desventuras; pues, incansables peregrinos, van en busca de lo
mismo que yo busco.
El primero de ellos viene de muy
lejos, de más allá de los confines de la Biblia. De oriente, dice el texto. Mago por vocación, y buen conocedor del
lenguaje de las estrellas, vio escrito en ellas que nacería en Belén el Rey de
los Judíos. Entonces echó a andar tras la estrella que lo guiaba, dejando atrás
su tierra. Pero su estrella es inquieta y escurridiza, o quizás lo sea su
mirada; lo cierto es que hay días en que la pierde de vista, sea porque se
oculta la estrella detrás de una nube, sea porque se olvida él de hacia dónde
mirar. Pero nunca se cansa de buscar, y cada vez que ve a la estrella salir de
nuevo se llena de una inmensa alegría.
En algunas de sus jornadas de camino
conoció al pastor. El pastor andaba perdido; se había perdido por ir en busca
de una oveja perdida. Así son los laberintos. Dicen que lo primero que se
pierde es la cordura, pues si la tuviera, no se entraría a tales sitios; ya
dentro se pierde el rumbo, a veces la paciencia, entonces se pierde la
esperanza… Pero si se sigue andando, se encuentra uno tras un recodo algo que
no habría encontrado nunca, de no haber perdido un día la cordura; y que es más
grande –y más bello- que la cordura misma. Así son los laberintos. Por eso, el
pastor no lamentaba haber perdido el rumbo por buscar su oveja perdida.
Otros pastores habían visto al ángel,
en medio de la noche, lleno de luz. También el ángel había anunciado a los
pastores el nacimiento del Salvador, en Belén, la ciudad de David; igual que la
estrella a los magos. Y los pastores habían salido con toda prisa, para ver a
aquel niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Quizás ya habían
llegado, igual que otros magos habían llegado; pero este mago y este pastor
andaban aún perdidos, y así fue como nos conocimos en aquel albergue junto al
camino, en algún recóndito rincón de las escrituras. Aquella tarde hacía frío,
pero el calor de nuestra charla y de nuestras historias nos mantuvo a tono con
el fuego que ardía sereno en la chimenea; y, aunque al día siguiente nos
despedimos y cada uno tomó su camino, en el fondo supe que los volvería a
encontrar.
Dicen que bajó Dios del cielo y,
oculto en la inocente pequeñez de un niño, nació de una virgen; dicen que,
envuelto en pañales y acostado en un pesebre, o quizás envuelto en los brazos
de su madre y recostado en su pecho, espera dormido la llegada de los magos y
de los pastores. Yo no he visto ángeles, ni sé leer lo que se escribe todas las
noches en las estrellas; pero he conocido al mago y al pastor, y al escuchar
sus historias y sus esperanzas también he sentido una inmensa alegría, también
ha ardido en mi pecho un fuego que hasta ahora desconocía.
Y también, con el amanecer, he tomado
mi mochila y he dejado atrás el albergue.
Y he salido en busca de ese niño.
Mateo 2, 1-11; Lucas 2, 7-16.
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