Un jardín en el alma


Por el desierto va una muchacha, y el amor hizo de ella un jardín.

*

Llegó desde muy lejos y, apenas sintió la inocencia de la arena con sus pies descalzos, cayó al suelo y lloró. Lo único que había conseguido rescatar del naufragio de su mundo era sus heridas, todas palpitando en su piel para recordarle que aún estaba viva.

Más tarde, cuando miraba las estrellas tendida sobre la arena, pensó:

Después de todo, la herida más grande de todas la llevo en el pecho desde que nací… ¡corazón eternamente abierto, que para darme vida nunca dejas de sangrar!

*

Dijo el amado:

Voy a seducirte,
te llevaré al desierto
y te hablaré al corazón.

Ella no lo había escuchado, pues eso fue ayer, cuando su corazón era aún duro como un muro de piedra.

Pero ayer mismo, al anochecer, antes de entrar al desierto, ella escuchó. Las palabras se habían quedado a la espera en algún sitio de su alma, como semillas en la oscuridad de la tierra, y brotaron cuando ella estuvo lista para escucharlas. Pues por la noche su alma se quebró, de tanto andar por la gente en soledad.

Cuando se dio cuenta de que su vida se había quedado encerrada dentro de los muros que ella misma había levantado, y que todos los caminos para salir estaban llenos de espinas, entonces aquellas palabras dulces del amado brotaron en su silencio, y acariciaron sus heridas; y, sintiendo el nudo en la garganta de quien sabe que pronto llorará de alivio, cerró los ojos y entró en el desierto.

*

“Si de verdad lo has creado todo… crea en mí un corazón puro, pon dentro de mí un espíritu nuevo”, fue lo último que atinó a decir, antes de quedarse dormida.

*   *   *

Por el desierto va mi alma… y el amor hizo de ella un jardín.


He podido reconstruir, con ayuda del mago y del pastor, el camino que pudo seguir la muchacha para encontrarse con Dios, el amado. Nos hemos basado en las huellas que hemos hallado en la arena, tanto de ella como de Jesús; además de algunas otras huellas de distinta naturaleza, como el perfume de amor que han dejado en la brisa o las gotitas de luz que han quedado suspendidas en las hojas de los árboles. La misma existencia de árboles en el desierto, con sus flores, sus hojas y sus frutos, da fe de su paso por esta tierra.

De este modo hemos elaborado una especie de mapa del alma, que podría servir de ayuda a quien quisiera también buscar su camino corazón adentro. Las etapas de este peregrinaje coinciden con las de la experiencia de Juan en el desierto, presentes en los primeros capítulos del evangelio, que preparan al discípulo para tener ese primer encuentro con Jesús.



A continuación, con ayuda del mapa, hemos reconstruido también el relato de lo que pudo ser la aventura de la muchacha en el desierto. Para nosotros ha sido una experiencia grata y enriquecedora. Encendimos un fuego en el desierto, nos sentamos en torno a él y, con las estrellas del cielo como único cobijo, dimos rienda suelta a nuestra propia fantasía tras las huellas de la mujer.

Y, si bien es solo fantasía… creemos que de alguna manera describe uno de los posibles caminos del alma; y las nuestras, de hecho, parecían hallar el suyo conforme conversábamos a gusto en el desierto.

*

De cómo llegaste al desierto
y lo que encontraste allí

Cuando un frío amanecer te despertó en el desierto, no recordabas cómo llegaste allí. La noche anterior era un caos en tu cabeza, y en ese mismo caos parecía mezclarse toda tu vida hasta ayer. Como en un caldero de bruja, los recuerdos se perdían entre todas las cosas que quisiste pero no pudiste ser, y no podías distinguir entre lo que había sido y lo que no; ni siquiera eras capaz de distinguir entre tus miedos y tus sueños. Solo sabías, de alguna manera, que era allí donde debías estar, y que el mundo del que habías salido realmente no te pertenecía, a pesar de que durante tantos años lo creíste profundamente tuyo. Ahora, sin saber dónde estabas, te sentías menos perdida que cuando estabas “a salvo” en tu mundo civilizado.

Te costó ponerte en pie, para comenzar a caminar. Pero no era porque te faltaran las fuerzas. Era, en efecto, porque te faltaba algo, pero no fuerza en las piernas… Te quedaste un rato quieta, en silencio, hasta que conseguiste distinguir todo lo que te hacía falta. Te sentías extraña sin los anillos y collares que te habían ayudado a definir tu identidad en el mundo; te sentías vacía.

Te sentías lejos. Hacia cualquier dirección que miraras, sabías que no encontrarías nada. Y extrañabas el ruido. Tus oídos tardaron un rato en acostumbrarse a ese silencio tan absoluto que hay en el desierto.

Entonces, entendiste que –por primera vez en muchísimo tiempo- te habías quedado a solas contigo.


Caminaste. El sentir la arena con tus pies descalzos fue el primer diálogo que tuviste con el desierto. El lenguaje del desierto no es fácil de entender, cuando estamos acostumbrados al ruido. Por eso, al principio nos habla de maneras muy sutiles; el silencio se va enriqueciendo poco a poco, con esa melodía que se desprende con suavidad de los pies al caminar. Luego empiezas a sentir la brisa en tu piel, y eso es otro diálogo. Y escuchas el sonido de las hojas al ser mecidas en las ramas de los árboles.

Ese es el primer diálogo que te hizo sonreír: el de las hojas de los árboles. El diálogo de los pies con la arena te ayudó a sentir el camino; el de la piel con la brisa, te dijo que no te sentaba mal estar sola; y el sonido de las hojas esbozó una sonrisa en tus labios, pues te diste cuenta de que en el desierto hay árboles. Entonces levantaste la vista, y descubriste sus frutos, y las hojas que caían para formar una alfombra a tus pies, y las flores que te decían que ningún sendero es definitivo –pues aparecen a tu paso, donde les da la gana, y te hacen detenerte para disfrutar su perfume y olvidarte por un rato del camino. Y escuchaste el canto de los pájaros en las altas ramas, y los miraste navegar por el cielo sosteniendo en sus pequeños picos la dulce –y siempre suficiente- ramita de felicidad.

-El desierto –dijiste, en un susurro- no es tan desierto como dicen

Lo que pasa es que siempre entramos al desierto extrañando todo lo que hemos dejado atrás. Y te tomó un rato acostumbrar tus sentidos a la nueva riqueza que te rodeaba… Pues al principio querías seguir escuchando el ruido que tanto daño te hizo, ayer.


Tu propio susurro te tomó por sorpresa. El sonido de las hojas en los árboles se había convertido en sonrisa en tus labios, y esa sonrisa de pronto se había convertido en palabras. Te diste cuenta de que tienes una voz. Cuando estabas en el mundo, te habías acostumbrado tanto a la voz de los demás, que habías olvidado la tuya. Por eso, ahora que susurraste, te pareció la voz de una niña muy pequeña…. ¡tanto tiempo había pasado desde la última vez en que fuiste verdaderamente al hablar!

Detuviste tu paso y te sentaste en la hierba. Sí, en la hierba del desierto. Poco a poco el desierto se iba convirtiendo en un jardín, en la medida en que sabías reconocer su belleza. Cerraste los ojos… y escuchaste tu voz. Dejaste que en silencio se fueran derramando las palabras que habían estado esclavas en tu corazón durante años, como las lágrimas de un prisionero que por fin ha recuperado la libertad.

Y tu voz se abrió como una flor, llenando tu alma con su delicioso perfume.


Estoy cerca

reconociste la voz del amado.

Miraste en torno.

¿Dónde? ¿Dónde estás…?

*

Nos quedamos en silencio. Ninguno de los tres pudo proseguir el relato. El mago fijó su mirada en la lejana oscuridad del desierto; el pastor cerró los ojos, fijando la suya en la noche que llevaba en el alma. Yo me perdí en el resplandor de las llamas de la hoguera, que poco a poco se fueron apagando.

-¿Dónde estás…? –dijo, por fin, el pastor.

-Creo que esa es la pregunta que nos ha traído a los tres a este sitio –agregó el mago.


Voy a seducirte,
te llevaré al desierto
y te hablaré al corazón.

Estas palabras florecían dentro de nosotros, poco a poco, en medio de la noche…


Se presentó Juan en el desierto.
Decía:
-Conviértanse, que está cerca el reino de los cielos.
Salió hacia él toda la población de Judea y todos los habitantes de Jerusalén.
Confesaban sus pecados, y Juan los bautizaba en el río Jordán.
Y decía:
-Entre ustedes hay alguien a quien no conocen, que viene detrás de mí; y yo no soy digno de soltarle la correa de su sandalia. Yo los he bautizado con agua, pero él los bautizará con el Espíritu Santo…


Nos quedamos a solas con una pequeña llama que ardía solitaria, en medio de las brasas.

Me quedé a solas.

Para eso me trajiste al desierto. Para hablarme al corazón.

Y en la noche del corazón se encendió una llama, que ardió buscando el cielo.

En la soledad del desierto te acercaste a mi corazón, y en él encendiste la llama de tu Espíritu.

Entonces la llama de tu amor ardió en mi oscuridad, y disolvió las frías cadenas que me ataban; y describió senderos de luz por en medio de mis sombras…

*

Por el desierto va una muchacha, y el amor hizo de ella un jardín.

*   *

En el desierto me diste un corazón nuevo,
un corazón puro y alegre como el de un niño,
y lo hiciste florecer con el fuego de tu espíritu;
y sus ramas se desplegaron hacia ti y hacia toda tu creación,
y los frutos de tu amor hicieron de mi alma el sitio más bello.
Y del centro de mi corazón hiciste brotar un manantial de agua,
pura y alegre como la sonrisa de un niño…

*   *   *

Por el desierto va mi alma…
y el amor hizo de ella un jardín.



Quien beba del agua que yo le daré
no tendrá sed jamás,
porque el agua que le daré
se convertirá dentro de él
en manantial que brota dando vida eterna.


Oseas 2. Salmo 51, 12.
Marcos 1, 4-8. Mateo 3,1-6. Juan 1, 26-27.
Juan 4, 14.

Pintura: Lucía. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 1999.
Ilustración: Huellas en el desierto. Ana Trejos. 2014.
Mapa para el alma: Andrés Marote.
Pintura: Naia. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2012.

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