Conocí en uno de mis vagabundeos por
los senderos de la Biblia a un hombre que llevaba una inmensa rotura del alma
marcada en la piel. La soledad había atravesado su corazón con un puñado de
espinas, y la tristeza se arrastraba prendida a sus pies como una sombra
imposible de perder.
Nos pusimos a charlar mientras
caminábamos y, cuando nos percatamos, la noche se nos había venido encima y no
se veía cerca ningún albergue en que buscar refugio.
Buscamos cobijo bajo las ramas de un
esbelto árbol, y encendimos una hoguera. Después de compartir el poco pan que
llevábamos, el hombre dijo:
-Creo que conozco este sitio. Lo
recuerdo a la luz del sol, y me cuesta reconocerlo bajo las estrellas; pero, si
no me equivoco, no muy lejos de aquí hay un pozo. Podríamos aprovecharlo para
abastecernos de agua.
Pronto asomó la luna, y nos pareció
que la claridad era suficiente para buscar el pozo de una vez y no esperar
hasta el amanecer.
Salimos en su busca. Luego de un par
de tentativas sin éxito el hombre reconoció un sendero que serpenteaba loma
abajo, y así llegamos al pozo. Pero, por más que lo intentamos, no conseguimos
quitar la piedra que lo cubría; en la Biblia, muchos pozos eran cubiertos por
pesadas piedras que solo podían ser retiradas con la fuerza de varios pastores,
que se reunían en algún momento del día para dar de beber a sus rebaños. Y,
para colmo de males, el esfuerzo con que intentamos retirar la piedra nos dejó
aún más sedientos de lo que estábamos cuando charlábamos a gusto junto al
fuego. Nos dejamos caer sin fuerzas junto al pozo, para recuperar el aliento.
Luego de un rato de descansar en
silencio, noté que la luz de la luna parecía acrecentar la tristeza en los ojos
de mi compañero. Me atreví, por fin, a preguntarle si algo lo turbaba, o si
algo terrible le había ocurrido en aquellos días.
-Toda mi vida ha sido terrible –me respondió-,
desde hace muchos años. Toda mi vida no ha sido otra cosa que andar errante por
el mundo, sin hallarle sentido a nada de lo que hago. Pero mi tristeza es aún
mayor cuando estoy cerca de un pozo… ¡estos sitios me traen recuerdos tan
dolorosos!
Fue así como reconocí a Caín en aquel
pobre hombre. No necesité interrogarlo sobre el asunto de los pozos, pues
estaba claro: los pozos de aquellos parajes, sitios de reunión para los
pastores, eran para él sitios que le traían a la memoria el oficio de su
hermano, pastor a quien había asesinado hacía muchísimos años.
Aquella noche no dormimos. Nos
pasamos hasta el amanecer hablando del asunto, y Caín me contó muchísimas cosas
sobre su terrible crimen y lo que su vida había sido desde entonces. Por eso,
siempre que veo a un pastor pienso en Caín. Pienso en el dolor de Caín… y
también en el dolor de ser pastor.
-¿Sabes qué es lo más curioso? –me confesó,
cuando el sol estaba ya pronto a salir; habíamos regresado del pozo, y nuestra
hoguera moría en paz-. Esa pregunta que me hizo Dios, aquel día… ¿dónde está tu hermano?... ¡esa
pregunta! Ya ni siquiera recuerdo la voz de Dios… esa pregunta se ha hecho tan
mía, me la he hecho en el silencio de mi alma tantas veces, que ya no la
recuerdo de otra manera que con mi propia voz. ¡Dónde está mi hermano…!
Mientras hablaba, sus ojos brillaban
más que el tenue resplandor de la hoguera. Continuó:
-Y solo cuando consigo dormir, esa
pregunta halla respuesta… mi hermano está en mis brazos, y su sangre se mezcla
con mis lágrimas. Sostengo su mano entre las mías, y puedo sentir en ella los
últimos latidos de su corazón… Ya no es capaz de pronunciar palabra, pero es su
sangre la que grita desde la tierra en la que se derrama. Y entonces despierto,
y sé que jamás se durmió en mis brazos, pues todo lo que supe hacer en ese
momento fue huir… ¡Abel, hermano!
Me di cuenta de que no existía
palabra más difícil que esa, hermano,
para aquel pobre hombre. La hoguera murió por fin, y nos dejó sumidos en esa
profunda oscuridad que antecede a la salida del sol. No sé si sus lágrimas se
mezclaban con las sombras; siempre recuerdo a mi amigo de aquella noche de esa
manera, llorando en la oscuridad, pero es solo porque así lo imagino; así me
gusta recordarlo. En mi memoria lo veo así, llorando en silencio, y entonces me
tendí con suavidad en sus brazos, tal como todas las noches lo hacía su hermano
en sus sueños. Caín tomó mi mano, y la apretó con la fuerza de quien no quiere –por
nada del mundo- dejar escapar aquel momento. Y entonces, sí… sentí una de sus
lágrimas caer sobre mi rostro. Y sentí también, por un instante, lo que siente un
pastor al morir en brazos de su asesino… y lo que siente un hombre al morir en
brazos de su hermano.
Siempre vuelve esto a mi memoria
cuando, en el camino, me encuentro con mi amigo el pastor. Algunas veces lo
encuentro por los riscos y los peñascos, buscando su oveja perdida; otras lo
encuentro pasando la noche en una cueva, que ha convertido en su refugio, luego
de construir con piedras una pared para que no entre el frío; y otras más me lo
encuentro en el camino, cargando su mochila, incansable en su esperanza de
llegar a Belén y ver al Dios recién nacido.
Y no me es difícil entender por qué
los ángeles han querido anunciar esta buena noticia a un puñado de pastores
perdidos en medio de la noche. Dormían los reyes en sus palacios, dormían los
doctores y los letrados, dormían a pierna suelta los ricos en sus casas… y
velaban en el campo, con sus rebaños, los más desgraciados de Israel. Velaba en
el campo Abel, el pastor que muere a manos de su propio hermano, el hombre que –eterno
nómada con su rebaño a cuestas- carece de los derechos que da la tierra, el
pobre pecador a quien la religión ha escupido lejos del templo, pues su oficio
le impide practicarla con la facilidad con que pueden otros… Es a este pastor,
sí, víctima de su propio pueblo, a quien los ángeles buscaron para anunciar que
había bajado Dios del cielo y se había ocultado en un pesebre, entre pañales.
Cuando desperté, el sol ya trepaba
por el cielo allá en el horizonte. Mi amigo se había marchado. Tomé mi mochila
y emprendí nuevamente mi camino.
Y, mientras caminaba, pensaba. Sentía
tristeza por Caín, y por la pesada mochila que cargaba en el alma… y, pensando
también en ese Dios que dormía con el sueño de un niño en una cueva en Belén,
sentí –que ya no es pensar-, sentí el pensamiento de Dios; un pensamiento
divino, breve y sutil, que me atravesó el alma como un ave que atraviesa
fugazmente el cielo. Un pensamiento de Dios, ligero y hermoso, como el inocente
pensamiento de un niño, en que ángeles bajaban del cielo y aparecían, llenos de
luz, en la oscuridad del alma de Caín, y le daban la buena noticia.
Y por un instante, solo por un
instante, cerré los ojos y vi el rostro de Caín sereno, que sonreía y con la
mirada me decía que un niño le había enseñado que a veces el dolor es una
puerta, detrás de la cual se esconde el perdón.
Génesis 4,1-16; 29,1-10; Marcos 2,17.
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