I
Cuando
por fin entré en el desierto de mi alma, donde esperaba encontrarme contigo, no
imaginaba lo difícil que sería dar siquiera ese primer paso: entrar. Cada vez que creía haber
entrado, me descubría al amanecer afuera, rodeado de gente.
El
primer día, por ejemplo, luego de caminar descalzo por la arena sin hallar otra
cosa que arena en la que caminar descalzo, caí rendido con el sol. Me acosté al
cobijo de una duna y, tratando de no pensar en el frío, me dormí.
Soñé
que era aún de día, y caminaba yo por el desierto. En mi andar hallé a una
pobre viuda, con su niño pequeño en brazos; al verme extendió la mano,
pidiéndome su ayuda. Le di algunas monedas que por casualidad llevaba aún en el
bolsillo.
Seguí
mi camino. Más adelante encontré a un pobre hombre, y le dije:
-No
puedo ayudarte. Hace un rato he dado todo el dinero que llevaba encima a una
mujer. Era una pobre viuda, con su niño en brazos.
El
hombre me miró con admiración, pensando que yo era muy bueno. Entonces, como él
estaba desnudo, le di mi camisa.
Regresé
donde estaba la viuda, y le dije:
-He
hallado a un hombre muy pobre. No podía darle dinero, pues te lo he dado todo a
ti; pero le he dado mi camisa.
-¡Qué
bueno eres! –respondió la viuda.
Entonces
le di la poca agua que llevaba, pues su hijo tenía sed.
Corrí
donde el pobre hombre, y le dije:
-He
dado mi agua a la viuda.
-¡Qué
bueno eres! –dijo también el hombre.
Y
le di mi pantalón, pues estaba medio desnudo.
Corrí
a toda prisa donde la viuda, y le dije:
-¡He
dado toda mi ropa al pobre hombre!
Y,
desnudo, corrí por todo el desierto anunciando mi bondad a todas las personas
que vivían en sus afueras.
Ese
fue mi sueño. Cuando desperté estaba rodeado por todas las personas que me
admiraban por mi generosidad. ¡Mi desierto estaba muy poblado! Y recordé, con
tristeza, para qué había entrado al desierto: para encontrarme contigo, en la
intimidad. Y recordé tus palabras:
Cuando des limosna no hagas
tocar la trompeta por delante, como hacen los hipócritas en los templos y en
las calles para que los alabe la gente. Te aseguro que ya han recibido su
recompensa.
Cuando tú hagas limosna, no
sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; de ese modo tu limosna quedará
escondida, y tu Padre, que ve en la intimidad, te dará tu recompensa.
II
A
la noche siguiente, soñé que caminaba de nuevo por el desierto. Entonces sentí hambre,
y pensé: esto es bueno… ¡estoy sintiendo
hambre por mi Señor! Y entonces caminé muy contento.
Vi
a lo lejos que otras personas caminaban por el desierto, también en busca de
Dios. Pensé que no estaría bien si me veían contento; pues la causa de mi
alegría era el hambre, y se supone que el hambre duele. Entonces hice una mueca de dolor, me llené de arena el
cabello y rasgué mi ropa, y ensayé durante un rato cómo caminan los cojos en la
arena; una vez había dominado la técnica, me fui hacia las personas dando
tumbos por el desierto, para que vieran mi ayuno con admiración.
Así
fue como yo, que buscaba a Dios en la intimidad, terminé arrastrándome por la
arena y seguido por una muchedumbre de gente que celebraba con gritos y
tambores mi santidad. Cuando desperté… ¡mi desierto estaba muy poblado! Y
recordé tus palabras:
Cuando ayunes no pongas cara triste
como los hipócritas, que desfiguran la cara para hacer ver a la gente que
ayunan. Te aseguro que ya han recibido su recompensa.
Tú, cuando ayunes, perfúmate la
cabeza y lávate la cara, de modo que tu ayuno no lo vean los demás, sino tu
Padre, que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en la intimidad, te dará tu
recompensa.
III
Soñé
también que por fin te encontré. Entonces, alegre por haberte hallado en la
intimidad, subí a la loma más alta y grité a los cuatro vientos:
-¡He
encontrado a mi Señor, a quien tanto buscaba en lo íntimo de mi alma!
Cuando
desperté, lo íntimo de mi alma se
había convertido en un desierto muy poblado; una muchedumbre de gente que
gritaba y hacía sonar los tambores y las trompetas, alegres conmigo. Hacían sus
danzas y proferían sus estridentes alabanzas, y me tomaron en brazos y me
llevaron sobre sus hombros pues yo había encontrado a quien tanto buscaba… Pero
tú
estás en mi intimidad, y yo llené mi intimidad de ruido, y nuevamente
estuve solo.
Solo,
en este desierto tan poblado y escurridizo.
Y
recordé tus palabras:
Cuando ores, no hagas como los
hipócritas que gustan rezar de pie en los templos y en las esquinas de las
plazas para exhibirse a la gente. Te aseguro que ya han recibido su recompensa.
Cuando tú vayas a orar, entra
en tu habitación, cierra la puerta y ora a tu Padre a escondidas. Y tu Padre,
que ve en la intimidad, te dará tu recompensa.
IV
Esa
palabra, hipócrita, viene del griego hypokrites, y originalmente definía a
los actores y sus actuaciones teatrales, tan llenas de exageración y falsedad. La
idea de un actor es, precisamente, engañar.
En tiempos de Jesús había muchos de estos embaucadores, cuyas características
están magistralmente definidas en Mateo 23, 2-7:
Cómo
reconocer a un hipócrita en las calles del Evangelio, en 6 pasos sencillos:
1.
Se
sientan en la silla de Moisés. Esta era una
práctica muy común en los fariseos de aquellos tiempos; si por ellos fuera, se
habrían sentado en la cima del monte Sinaí. Esta silla, en la sinagoga, estaba
reservada para el maestro que explicaba la ley recibida antaño por Moisés; los
fariseos tenían esa alegre costumbre de interpretar la ley a su antojo. Este
asunto es de mucho cuidado si queremos entrar al desierto: no es cosa buena
andar cargando con tan pesada silla en sus arenas.
2.
Dicen
una cosa, pero hacen otra. Son personas en las que hay
todo un desierto entre su manera de ser y su manera de comportarse; no es ese
el desierto al que queremos entrar. Están en su escenario, interpretando de
memoria el libreto que han aprendido.
3.
Atan
fardos pesados y los cargan en la espalda de la gente, mientras ellos se niegan
a empujarlos con el dedo. Después de todo, lo suyo es
solo una actuación; lo importante es lo que parece, no lo que es. Quizás entrar
al desierto se parezca más a Jesús, que cargó sobre sus hombros el fardo ajeno
de los pecados de la humanidad.
4. Todo lo hacen para exhibirse
ante la gente: llevan cintas anchas en la frente y en los brazos, con porciones
de las Escrituras; y flecos llamativos en sus mantos. Estos
tipos nunca pasan desapercibidos, pues llevan encima todos los colores; como
buenos actores que son, llevan siempre a punto su adecuado vestuario. Y si por
ellos fuera, andarían siempre encima las tablas de la ley de Moisés,
ostentándolas; aunque si son muy pesadas, claro –pues son de piedra-, las
cargarían en la espalda de la gente, como ya se ha visto en el paso anterior.
5. Les gusta ocupar los primeros
puestos en las comidas y los primeros asientos en los templos. Siempre
importantes, siempre protagonistas. Necesitan estar siempre los primeros, para
tener encima las miradas de todos.
6. Les gusta que los salude la
gente por la calle y los llamen maestros. Pues tienen
muy claro dónde pretenden estar: frente a las butacas. Necesitan el aplauso y
el reconocimiento de la gente. Mala cosa, ser uno de estos tipos, cuando se
quiere entrar al desierto; pues, ¿quién aplaude y quién adula, en la soledad…?
Por
eso es tan difícil entrar al desierto. Todos tenemos algo de estos tipos, bajo
la piel; cuanto menos lo reconozcamos, más lo somos. Lo queramos o no, desde la
cuna somos actores. Desde que nacemos nos encontramos con un mundo que nos mira
atento, y que espera que aprendamos bien nuestro papel y lo interpretemos
cabalmente. Desde ese primer instante de nuestra vida nos encontramos con una
cultura artificial que espera que lloremos, y luego una sonrisa, y luego el suspiro
y el sueño… y conforme pasan los años, seguirá desde su inconmovible butaca atenta
a nuestra actuación, pendiente de si nos salimos un instante del guión para
caer sobre nosotros con todo el peso de la ley.
Y,
sin darnos cuenta, aceptamos el papel. Asumimos una personalidad. Esta palabra viene del latín persona, con que se denominaba precisamente a las máscaras que
usaban los actores en Roma para hacerse escuchar; estaban provistas de un
sistema mecánico que aumentaba y proyectaba el volumen de la voz. Per sonare, para sonar. Así crecemos con una personalidad, que no es otra
cosa que máscaras para hacernos oír,
máscaras para adaptarnos al entorno y no morir o acabar en prisión en los
primeros 15 minutos… y nuestra identidad,
que sí es lo que realmente somos, queda encerrada en la intimidad. Encerrada,
pues por más paradójico que parezca, nosotros nos quedamos por fuera de nuestra
propia intimidad. Cierra la puerta y
habla a tu Padre, que está en lo secreto, en lo oculto, en la intimidad… Pero
la sociedad nos ha enseñado a cerrar la puerta y quedarnos por fuera, hablando
con todos menos con nosotros mismos, muy lejos de ese silencioso secreto en que
somos uno solo con Dios.
Por
eso quise entrar al desierto.
Para
encontrarme contigo…
Para
encontrarme.
V
Después
de aquellas primeras tres noches, en que al amanecer encontraba mi desierto
convertido en un teatro lleno de una muchedumbre que me aplaudía enloquecida, quise
intentarlo una vez más. Salí de mi casa por la noche, cuando nadie me veía;
caminé sin hacer ruido hacia las afueras de la ciudad, y me encontré cara a
cara con la intimidad. Entré, y cerré la puerta tras de mí.
Recordé
la máscara que llevaba en el rostro. Esa necesidad natural con la que he crecido de que mis ayunos, limosnas y
oraciones sean aplaudidos.
A
pesar de estar ya a puerta cerrada, sentía las miradas sobre mí. Sé que no las
había, pues estaba solo; pero las sentía punzándome en toda la piel, como si
fuesen reales. Como un público silencioso, que me mira mortalmente atento desde
las butacas que se pierden en la oscuridad.
Traté
de quitarme la máscara, pero no podía. En mi rostro no sentía otra cosa que mis
propios ojos, mis propios labios. ¿Cómo despojarme de algo que es tan mío?
Entonces
recordé las palabras de Pedro en su primera carta:
Ahora, despojado de toda
maldad, engaño e hipocresía, de toda envidia y difamación, busca, como niño recién nacido, la leche
espiritual, no adulterada, para crecer sano…
Y
comprendí que la única manera de entrar al desierto, a la intimidad, era esa: como un niño recién nacido. Volver a ese
primer instante en que, inocente, sin poder defenderme, comencé a fabricar mi
máscara, para poder sobrevivir; para poder creer que tenía un lugar en el
mundo.
En
la intimidad, en la oscura y silenciosa intimidad, fui nuevamente ese niño. Y
la máscara, como si fuese de ceniza, se deshizo en mi rostro y se mezcló con la
arena del desierto.
VI
Sé
que pueden pasar 40 días, y hasta 40 años, en el desierto, para encontrarte;
pero, por alguna razón, desde el primer momento sé que estás aquí. Camino
descalzo por la arena suave, y aún es de noche; el frío se mete por mis poros y
se desliza por mis venas, y me mantiene el corazón despierto. El aire es tan
puro, y las sombras tan limpias, que cada aliento que respiro parece traer
consigo un poco del perfume de las estrellas que brillan en el cielo. El
silencio es absoluto.
Eres
mi Dios. Lo sé, y por eso te busco. Sé que el desierto esconde un jardín en el
que jugamos tú y yo, en la hierba, como niños recién nacidos; y un manantial
corre serenamente y nos acaricia los pies.
Entrar
en el desierto es, en cierto modo, entrar en la soledad; pero es al mismo
tiempo salir de una soledad más grande. Cuando se consigue entrar en el
silencio, se descubre que aquí dentro, en la intimidad, se está menos solo que
allá afuera.
Tres
son los encuentros que me esperan en el desierto. Y son encuentros íntimos,
cercanos, verdaderos. Son encuentros del alma.
Primero,
el encuentro en la limosna (Mateo 6, 2-4).
La limosna simboliza el encuentro verdadero y profundo con el otro. Es el primer sitio donde nos encontramos con Dios. Es
verdadero, pues no es un encuentro condicional; no es un préstamo, ni se hace
por un aplauso –cuando se hace bien. Es profundo, pues va como un peregrino desde
el alma, hasta el alma del otro. Es el primer
encuentro íntimo del alma. Es el ágape, la práctica pura e incondicional
del amor. Tiene lugar en el desierto,
pues solo en la intimidad, lejos de las pesadas máscaras, las almas se pueden
besar.
Luego,
el encuentro en la oración (Mateo 6, 5-15).
Una vez se ha roto el egoísmo, y se ha conseguido darse incondicionalmente al
otro, se descubre en el amor a Dios. Es el segundo
encuentro íntimo del alma. Dios mismo es
amor. Es un encuentro también profundo y verdadero, donde se escucha la voz de
Dios; se entienden sus palabras; se le responde, y Él escucha; entonces hay un
encuentro, donde ya las palabras sobran y se es uno solo con Dios.
Finalmente,
el encuentro en el ayuno (Mateo 6, 16-18).
En el texto del evangelio aparece de tercero, y por eso lo he puesto en ese
orden: el tercer encuentro íntimo del
alma. Pero este orden obedece solo al texto de Mateo; creo que un encuentro
lleva a otro, independientemente de cuál venga primero y cuál después. Cada
peregrino hallará su camino. Sin embargo, me parece muy significativo que este
encuentro aparezca el último: el encuentro con
uno mismo. Muchas veces parece que no hay encuentro más difícil de alcanzar
que este… a pesar de lo cerca que creemos estar de nosotros mismos. El ayuno
encierra todo lo que podamos hacer para quedar desnudos, solos, descalzos y
silenciosos en la intimidad del desierto. La práctica del ayuno, de hecho, es
un ejercicio sin igual para conseguir atajar los impulsos de las máscaras que
tenemos, y poder conseguir que quien realmente somos salga a la luz. Puede
parecer absurdo en una sociedad que valora –en mayor o menor medida, con mayor
o menor veracidad- los otros dos encuentros, pero desprecia este con todos sus
argumentos posibles.
El
encuentro con uno mismo requiere entrar a ciegas en un terreno lleno de
engañosas máscaras; es, de hecho, más difícil reconocer las máscaras propias
que las que tienen los otros, o las que le ponemos a Dios. Por eso este
encuentro es un camino tan difícil de andar; no es fácil saber dónde se ha de
poner el pie. El ayuno –cualquier tipo de ayuno-, como práctica personal, nos
ayuda a desarrollar la capacidad de manejar las riendas de la personalidad,
cosa imposible de conseguir en la cultura del placer. Aprender a manejar las
riendas de uno mismo, aunque sea con los ayunos más tímidos y sutiles, tiene un
efecto parecido al que tiene la práctica del guitarrista en sus dedos: los va
volviendo ágiles, los va ayudando a conocer y desarrollar su oficio; el ayuno
ayuda al alma a desarrollar el oficio de conocerse a sí misma y saber frenar
donde se quiere, saber decidir con calma qué rumbo tomar, y ver con más
serenidad el panorama sobre el que usualmente volamos a toda velocidad. Solo de
esta manera es posible ese encuentro
íntimo del alma con uno mismo.
Y
así es como entré al desierto. Como un niño recién nacido dejé caer mis
máscaras, que tantos aplausos esperaban de todos; y busqué, en la intimidad,
esos tres encuentros que el alma tanto anhela: conmigo, con el otro y con Dios.
Después
de todo, Dios habita plenamente en los tres encuentros; pues Dios es amor.
Habita Dios plenamente en quien ama, y en quien es amado.
Y
aunque aún hay mucho que contar, pues son apenas mis primeros días en el
desierto, puedo gritar en la intimidad lo que sé, con toda certeza, que me
espera al final del camino: que ya no vivo yo; sino Cristo, que vive en mí.
Mateo 6, 1-18. 1 Pedro 2, 1-2. Gálatas
2, 20.
Pintura: Montañas del Bierzo. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 1994.
No hay comentarios:
Publicar un comentario