Mira que estoy a la puerta y llamo


Esta fotografía muestra las ruinas del antiguo hospital de San Antón, en las afueras de Castrojeriz, Burgos. Parte de estas ruinas han sido acondicionadas para proveer dormitorio, comedor, cocina y baños para los peregrinos del Camino de Santiago. Este albergue abre solamente en verano, pues ni siquiera tiene techo; mucho menos, luz eléctrica. Todo eso es parte de su magia.

Es el albergue que recuerda con más cariño mi madre, en su experiencia del Camino en el año 2011. Llegó aquí a pasar una noche de luna llena, que reinaba en un cielo sin una sola nube.


Recuerda la cena como un momento maravilloso. Los hospitaleros eran una pareja catalana, Marcel y Mariate, que se casarían pocos días después. Fue una cena abundante y deliciosa, con buen pan y buen vino. La pareja habló durante la cena y emocionó a los peregrinos de tal manera, que mi madre recuerda que incluso una muchacha francesa lloró al escucharlos. Luego de la cena se reunieron en torno a la guitarra y contaron muchas cosas hermosas sobre el Camino.


El Camino de Santiago no es solo el camino. Es también el albergue, la noche, la hospitalidad. Recuerdo, en una de mis primeras clases de guitarra, cuando yo creí haber entendido el secreto de la escala pentatónica e intenté hacer con ella un solo frenético de notas ininterrumpidas y desquiciadas, que mi maestro me miró sonriente y con su voz siempre serena me dijo: el secreto de la música… está en los silencios. Y algo así ocurre al peregrino: parte de su andar es esos silencios, esas pausas, esas noches en los albergues; la peregrinación es más que nada un camino hacia el alma, y ese camino se compone de muchos andares distintos.

El peregrinar por los caminos de la Biblia requiere también de esos silencios y esos albergues. Caminando me encuentro, por ejemplo, con este bello pasaje del Apocalipsis:

Mira que estoy a la puerta y llamo.
Si alguno escucha mi voz y abre la puerta,
entraré en su casa y cenaré con él,
y él conmigo.

Aún un texto tan breve como este (es, de hecho, un solo versículo) requiere del silencio del alma para ser saboreado. “Que se callen la boca, la lengua, el corazón que recoge los pensamientos, el espíritu que gobierna el sentido y el trabajo de la meditación… Que cese su actividad, pues ha llegado el dueño de la casa, decía Isaac el Sirio. Cualquier pasaje de la Biblia es visitado primero con los pies del pensamiento; pero hay que pasar también la noche en él, hay que quitarse las sandalias y cenar en el pasaje, hay que recostarse en sus palabras y dormirse bajo el arrullo de sus silencios… sólo así es como Dios puede meter su ley en nuestro pecho, y escribirla en nuestro corazón.

Pues la Biblia es hospitalaria. La misma palabra, hospitalidad, tiene en la Escritura una belleza singular. El original griego es filoxenia, que significa amor a los extranjeros (de las raíces filos y xenos, amante y extranjero). Y no es de extrañarse: la Biblia nació en un pueblo nómada. La hospitalidad para ellos era cosa de vida o muerte. Fueron nómadas en el desierto, y fueron también extranjeros en Egipto. Por eso tuvo para ellos tanta importancia. “No olviden la hospitalidad, por la cual algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles”, dice la carta a los hebreos.

Mis dos grandes compañeros de viaje en la Biblia, el mago y el pastor, saben perfectamente de qué hablo. El mago es el extranjero por excelencia: viene de oriente, de más allá de los confines de la Biblia, de las afueras de Dios. El pastor es el nómada por excelencia: en un pueblo ya sedentario, sus rebaños lo mantenían siempre buscando los pastos al borde del camino. Así, caminando, fue como se enamoraron de Dios.

Y como todos tenemos un poco de extranjeros, y otro poco de nómadas, andaba yo de peregrino por la Biblia cuando llegué a ese albergue del Apocalipsis en que decidí pasar la noche; pues el sol, también nómada, ya se marchaba a peregrinar por mundos extranjeros.

Si hubiese pasado de largo, poco habría degustado de su magia fascinante; pero hice bien en quitarme las sandalias y entrar al versículo. Cerré la puerta (ya que, en el texto, había una puerta) y me eché a dormir.

Mientras trataba de conciliar el sueño, pensaba en la puerta. Mira que estoy a la puerta, y llamo… ¿Puerta? ¿Cuál puerta…? Y, pensando en puertas, no conseguí dormir.

Desde niño siempre me ha gustado imaginar qué hay detrás de las puertas. Siento una fascinación enorme por los paseos largos en que se viaja de noche; me gusta mirar por la ventana y ver las luces encendidas en las casas, con su puerta cerrada y quizás echadas las cortinas, y de alguna manera intuir lo que hay allí dentro. Los juegos de los niños antes de irse a dormir, quizás alguna muchacha leyendo en el sofá de la sala, o la familia aún a la mesa… Puedo pasar el viaje completo mirando por las ventanas, más allá de la puerta.

En el cuaderno de bocetos de mi madre del 2009, primera vez que hizo el Camino de Santiago, me encuentro esta puerta:


Siempre hay puertas. El peregrino va a encontrar en su andar, desde su punto de partida hasta su encuentro con Dios en lo íntimo de sí mismo, muchas puertas. Algunas están cerradas, otras deberían estarlo y quedaron abiertas… algunas requieren solo un tímido empujón, otras están cerradas con candado. Tenemos el alma llena de puertas.

A veces, cuando miramos por la ventana de los ojos, vemos un alma que nos gusta; entonces llamamos a la puerta. A veces nos abren con facilidad; otras veces se tardarán un tiempo en hacerlo… y otras más, nunca nos abrirán.

Cuando conseguimos entrar, el alma que nos da albergue tratará de ser una buena hospitalera. Cada cual tiene su estilo, y no siempre nos van a tratar como creemos merecer; pero cada uno da lo que tiene, y cada uno recibe lo que puede. Lo importante es quitarse las sandalias antes de entrar. Ya dentro del corazón de la otra persona, habrá que recibir con cariño el pan que nos ponga en su mesa; no debemos olvidar que estamos a su mesa, y que es ella quien ofrece. Es su casa. Pero la costumbre de las sandalias es esencial. Los hebreos lo hacían, para no llenar la casa de la suciedad que sus pies habían recogido en el camino. Cuando entramos en un corazón, no queremos llevar allí dentro toda la basura que en nuestro andar se nos ha prendido al alma. Siempre es bueno entrar a las personas descalzos. Después de todo, si ser hospitalero es todo un arte, ser huésped lo es aún más.

Pasaron muchas noches antes de que yo consiguiera abrir la puerta a Jesús. Unas me quedé dormido, otras estuve demasiado ocupado en mis cosas, alguna vez simplemente no quise abrirle… Cuando por fin lo hice, entró en mi casa y cenó conmigo, y yo con Él.

Eso es lo que pasa cuando caminas por la Biblia como un peregrino: si sabes dónde detenerte y pasar la noche, y puedes hacerlo en cualquier pasaje, siempre habrá algún versículo en que se esconda una puerta tras la cual estará la voz de Jesús, llamando para que le abras.

Y algunas veces le abrirás sin darte cuenta. Cuando se ama, es como vivir con las puertas siempre abiertas; y Dios entra a gusto sin necesidad de llamar. Esto es lo que pasó a los discípulos de Emaús, que iban caminando y se encontraron con Jesús pero no le reconocieron. Aún así, cuando llegaron ellos a su casa no quisieron dejarle pasar la noche a la intemperie, y le dijeron:

-Quédate con nosotros, pues se hace tarde y está ya anocheciendo.

Entonces Jesús entró y se quedó con ellos. Y cuando estaban juntos a la mesa tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se los dio. Entonces los ojos se les abrieron y lo reconocieron… y en ese momento Él desapareció.

Ese es Jesús. Ese es el Mesías que magos y pastores andamos buscando por los caminos de la Biblia. A veces caminaremos con la puerta cerrada, y él llamará y nos pedirá posada; y querrá caminar con nosotros. Algunas de esas veces no conseguiremos escuchar su voz, pero seguirá llamando. Cuando por fin le escuchemos, podremos abrirle si no creemos tener nada mejor que hacer. Pero muy a menudo creemos tener algo mejor que hacer, y entonces le dejaremos por fuera, que en el fondo es como quedarnos nosotros por fuera de nuestra propia casa, pasando hambre y frío en la oscuridad.

Otras veces, por amor viajaremos con algunas puertas abiertas. Esto es un descuido del alma, pues el alma por amor puede ser muy descuidada; y si tenemos la bendición de no caer en la cuenta del descuido y cerrar y echar llave a todo en nuestro derredor, entonces Jesús podrá meterse a nuestra mesa sin que nos demos cuenta.

Cuando esto pasa, como los discípulos de Emaús podríamos reconocerle por fin en el momento de partir el pan. Pues ese es precisamente Dios: es un Dios como un trozo de pan, que se parte.

Por eso dice el texto que al momento de reconocerle, Jesús desapareció. Yo creo que, al momento de partir el pan, una puerta se abrió en el pecho de ellos, y Jesús corrió a esconderse dentro… Pues no hay mejor albergue para Dios, que un corazón que se parte como el pan.

Cuando vas por el Camino, y se marcha el sol y buscas dónde pasar la noche, y te sientas a la mesa con los demás peregrinos, extranjeros y nómadas todos ellos como tú, y con ellos partes el pan, ese es Jesús.

Cuando vas por tu camino, y un alma aparece y llama a tu puerta, pues se le ha escondido el sol, y le invitas a tu mesa, y con ella partes el pan… ese es Jesús.

Cuando pierdes el camino, y aparece un alma que te abre la puerta, y te sientas a su mesa y contigo parte el pan… ese es Jesús.

Y entraré en su casa y cenaré con él, y él conmigo.

Y cuando levanté la mirada, y las lágrimas por fin se secaron en mis ojos, todos mis amigos –conocidos y extranjeros, los que nunca antes vi y los que alguna vez llamé enemigos, los que siempre habían estado y los que nómadas entraron y se marcharon de mi vida-, todos ellos estaban a la mesa… y Jesús tomó el pan, lo bendijo, lo partió y nos lo dio; y hubo pan para todos.


Apocalipsis 3,20. Jeremías 31,33. Hebreos 13,2. Lucas 24,29-31.

Fotografías: Ana Trejos, 2011. 


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