Plegaria en una botella


En el desierto, tuve un sueño.

Soñé que había tomado mi barca y había navegado hasta la isla más remota en el mar. Me senté en la arena, y perdí mi mirada en el horizonte; solo me acompañaban el agua que mojaba mis pies y la brisa que jugaba con mi cabello.

Una botella pasó flotando frente a mí. Contenía el mensaje de un náufrago, solitario en alguna isla vecina, que decía:

“¡Qué soledad insoportable! No hay en esta isla más que ovejas, a quienes pastoreo con todo el cuidado de que soy capaz… pero, ¿hasta cuándo puede aguantar un hombre sin el beso de una mujer?”

Guardé el mensaje del pastor en mi bolsillo, pensativo; pero al cabo de un rato mi mente se perdió de nuevo en el silencio del horizonte.

Al día siguiente, una nueva botella fue abandonada por la marea a mis pies. El mensaje en su interior provenía de una isla distinta, y decía:

“Si las sombras pudiesen apagar el frío, como apaga el agua la sed… amo esta isla, por sus altas lomas a las que puedo trepar para observar de cerca las estrellas, y leer la poesía escrita en ellas; pero cuando estoy allá arriba, y mi único cobijo es el viento y la noche, ¡qué frío insoportable, que me parte la piel como un cuchillo!”

Guardé el mensaje del mago en mi bolsillo, pensativo; pero pronto las gaviotas que jugueteaban sobre el mar robaron toda mi atención.

Al tercer día no me sorprendió ver una botella más flotar entre las olas del mar, junto a la orilla. ¡Cuántos náufragos, por estos contornos! El mensaje había sido escrito por una mujer, y decía:

“Las horas se toman tantas horas en renunciar a su día y pasar al siguiente… ¡qué carga pesada y dolorosa, me resulta el tiempo en esta isla desierta! En mi barco era tan feliz, tejiendo las ropas más bellas para los pasajeros, y las alfombras más hermosas para vender en los puertos… pero aquí, ¡aquí no hay nada que hacer!”

Guardé el mensaje de la tejedora, pensativo; pero no había pasado un minuto y ya mi mente tejía lejanas fantasías en el sol que derramaba sus sueños de oro sobre el horizonte.

Cuando llegó la noche sentí frío. Quise resguardar mis manos en los bolsillos de mi abrigo, y sentí los tres mensajes que había guardado. Los saqué y los extendí sobre la arena, para contemplarlos a la luz de la luna; descubrí que juntos, los tres mensajes parecían conformar un único mundo.

Miré hacia la oscuridad del horizonte. Pensé en el mago; probablemente estaría encaramado en alguna de las altas lomas de su isla, mirando emocionado a las estrellas y muriendo de frío.

Pensé en la tejedora, que si tuviese con qué, podría tejer un abrigo para el mago.

Pensé en el pastor, que podría dar a la mujer la lana de sus ovejas…

Y, pensando en ellos, y a pesar del frío, sentí una inesperada calidez en el corazón. ¿Es esto una semilla que crece oculta en el pecho, de la que brota el amor y extiende sus ramas y sus frutos? ¿Se puede amar, sin embargo, a quien no se conoce? Una mujer y dos hombres padecían de frío, hastío y soledad en sus islas, no muy lejos de mí… No podía imaginar cómo eran sus rostros, ni el brillo de sus ojos ni el tono de su voz y, aún así, sentía por ellos una compasión tan fuerte que no podía llamarla de otra manera que amor. Pero, ¿cómo ayudarles? ¿Cómo llegar a ellos?

Metí los mensajes en sus respectivas botellas y regresé en mi barca al mar. No sabía en qué dirección estarían sus islas, pero decidí confiar en mi intuición; dejé caer una botella por aquí, otra por allí, la última más allá... Y regresé a mi playa. Me dormí en la arena, creyendo que de algo habría servido mi breve travesía.

Al amanecer, tres botellas descansaban junto a mí. Pensé que el mar las había devuelto a mi orilla, y que mi esfuerzo había sido en vano; sin embargo, al abrirlas descubrí que se trataba de tres nuevos mensajes, que nuevamente el azar había apartado de sus destinos y llevado a mi lado.

El mensaje del mago decía:

“Ha llegado a mi playa el mensaje de una tejedora… ¡cuánto bien me haría ese abrigo que podrías tejer para mí! Si este mensaje llega a ti, quiero que sepas que sé leer las estrellas; si miras al cielo por la noche y me das alguna indicación de la ubicación de tu isla, podría lanzarme al mar y, con la ayuda del mapa que se despliega en el firmamento, nadar hasta ti”.

El mensaje del pastor decía:

“Ha llegado a mi playa el mensaje de un mago que puede entender el mensaje de las estrellas… ¡cuánto bien me haría que me enseñaras a leer ese espejo en lo alto del cielo nocturno! A lo mejor conseguiría ver reflejado, en sus trazos de luz escritos en la oscuridad, el paradero de la mujer cuyos besos acabarían con esta punzante soledad”.

El mensaje de la tejedora decía:

“Ha llegado a mi playa el mensaje de un pastor… ¡cuánto bien me haría la lana de las ovejas de tu rebaño! Con esa lana, tejería bellísimas obras que acabarían con mi aburrimiento y me devolverían la ilusión. ¡Si yo pudiese, ahora mismo, tejer una alfombra que llegase hasta tu isla! ¡Si yo supiera al menos dónde estás!”

Quise regresar en mi barca al mar para devolver las botellas a sus aguas, de manera que pudiesen seguir su camino hasta llegar al destino que les correspondía. Pero, con un pie en la barca y otro aún en la arena, pensé… ¿De qué les serviría recibir los mensajes? ¿Acaso podía la tejedora realmente desplegar una alfombra para caminar sobre el mar, aún si tuviese con qué tejerla? Y si el mago realmente se lanzase al mar para nadar hasta ella, ¿qué seguridad tenía yo de que no se ahogaría en su intento? ¿Cómo reunir al pastor con aquel hombre que le podía enseñar a leer las estrellas, o con la mujer que podía devolverle la vida con un beso?

Abandoné las botellas en la orilla, y me hice a la mar. No les entregaría ningún mensaje; los invitaría a subir a mi barca, y juntos hallarían lo que buscaban.

Y quizás yo mismo hallaría también algo que buscaba, sin saberlo… ¿qué estoy haciendo, después de todo, en esta isla desierta…?

*

Desperté de mi sueño, en medio de la noche del desierto.

Y lo primero que pensé, en ese instante, se ha quedado grabado en mi alma por siempre:

El desierto no es un asunto solitario.


No pude dormir por el resto de la noche. ¿Qué significado tenia aquel sueño?

Cuando llegó la claridad del día aún no entendía el asunto de las islas y las botellas; así que simplemente me levanté y me puse a caminar. Cuando estás en el desierto, eres un peregrino; caminas, y el desierto entabla una conversación con tus pasos. Sin necesidad de pensar, el mismo camino te da –en su propio lenguaje- las respuestas. Cuando los pies saben escuchar, los caminos hablan.

Creo que quien es verdaderamente feliz nunca deja de caminar. Quien se detiene en su andar, construye ciudades; pero las ciudades están hechas de muros, y las cárceles también. Quien se detiene en su andar, si se queda mucho tiempo, se queda atrapado por sus propias raíces, sólidas como cadenas que se hunden en el suelo. Quien camina, en cambio, será siempre feliz; pues quien camina anda ligero (si lleva mucha carga, no podría caminar) y no cuenta con otra cosa que lo que es; no puede contar con lo que tiene, pues lo que tiene lo ataría a un sitio. Quien es feliz, cuenta solo con su ser, y lo que necesita para el camino cabe en su pequeña mochila…

No existe, de hecho, cosa más parecida al corazón humano que la mochila de un peregrino. En ella, por caber poco, hay solo lo esencial. Un trozo de pan para compartir, y el agua para quitar la sed… y basta con ello. El peregrino no puede cargar con las pesadas felicidades institucionalizadas que ha construido la cultura. Éstas le sirven a quien prefiere renunciar al camino, y asentarse en un sitio y preferir el tener al ser; pero el caminante solo cuenta con el ser, todo el resto sobra y es peso molesto del que hay que librarse.

Es por todo esto que el peregrino del alma no debe detenerse mucho tiempo; apenas para pasar la noche y reparar las fuerzas. Ni puede tampoco cargar con más peso que el de su propia alma, que es liviana como hojas a merced de la brisa de otoño… el alma es feliz revoloteando por los aires, lejos de la pesadez del suelo. El suelo está hecho para los pies, y los pies están hechos para el peregrino. Si el peregrino se queda en el suelo, no florece; se hunde y se marchita. Pero cuando camina, florece y deja a su paso los frutos, las flores y los perfumes de su andar. Y es feliz.

*

Y así, caminando, el camino me llevó a lo que querías decirme. Voy a tratar de decirlo yo, con ayuda de esta pintura de mi madre:


En esta pintura de la Santa Cena, de 1976, estás sentado a la mesa con dos de tus apóstoles. He preguntado a mi madre quiénes son; el que está junto a ti es Juan, el discípulo amado, de quién ya he hablado en “Quien ama, corre y vuela”, capítulo quinto de esta obra; específicamente hablé en ese texto de sus amorosas carreras por llegar al sepulcro vacío, y de otras personas que en la Biblia corren por amor. El otro apóstol no es ninguno en especial; podría tratarse de Pedro, Santiago o Andrés, o cualquiera de ellos…

No quise hacer ninguna otra pregunta sobre esta pintura. Simplemente, he decidido tomarla tal como la veo, para hablar de mi experiencia hoy en el desierto. Trataré de relacionarla con esa frase que ha llegado a mi cabeza apenas despertar del sueño:

El desierto no es un asunto solitario…

…y con el sueño en sí. Y no podría comenzar por otro sitio que, precisamente, por ese camino que lleva a la Cena, desde la lejanía del desierto.

El camino viene a la Cena, al encuentro contigo, desde la noche. Se pierde a lo lejos entre nubes y montañas, bajo el resplandor medio oculto de la luna. Al ver esto no puedo evitar pensar en lo que me dices en el libro de Oseas:

Voy a seducirte,
te llevaré al desierto
y te hablaré al corazón.

Cuando entré al desierto, no tenía idea de en dónde me estaba metiendo. Todo era oscuridad, como en el horizonte de la pintura, de donde nace el camino. La luz de la luna es, de hecho, engañosa: la luna hace creer al caminante que es su luz propia, cuando en realidad lo que hace es reflejar la luz del sol, que está en otra parte. Me has traído al desierto, para seducirme y hablarme al corazón… y lo haces, me has seducido y mi corazón vibra de emoción con cada palabra tuya, pero al principio no esperaba esto. Al principio, cuando estaba a las puertas del desierto, de entrar en lo oculto de mi alma para encontrarme contigo, tuve miedo. Todo estaba oscuro, y no sabía dónde poner el pie… Ahora, no podría explicar el gozo de estar tan cerca de ti.

Sin embargo, el desierto no es un asunto solitario. En el sueño de anoche, cuando estaba en mi isla desierta, pensando que tarde o temprano llegarías y podríamos estar los dos juntos, sin nadie que nos molestase… en lugar de ti llegaron tres botellas, y con ellas tres mensajes que quise ignorar; pero me sedujiste, tocaste mi corazón, me hiciste sentir en mi pecho algo que es lo más parecido que conozco –hasta ahora- a lo que llaman amor… Y tuve que levantarme de mi cómoda orilla, y hacerme a la mar.

En la pintura apareces partiendo el pan. Recuerdo lo que pasó a los discípulos de Emaús cuando te encontraron en el camino, y te invitaron a cenar con ellos:

Mientras estaba con ellos a la mesa
tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio.
Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Pero él desapareció de su vista.
Se dijeron uno al otro:
-¿No sentíamos arder nuestro corazón
mientras nos hablaba por el camino…?

En el desierto ardió mi corazón, aun cuando no sabía que caminabas conmigo; pude reconocerte, finalmente, en el partir del pan. Supe, entonces, que estuviste siempre a mi lado.
Eres, Jesús, un pan que se parte en la cruz, por amor… ¡eres, Jesús, el amor del Padre!
Y desapareciste, apenas te reconocí, para correr a esconderte en mi corazón, donde siempre habías querido entrar… En el partir del pan, en el partir de mi pequeño trozo de pan, ¡ahí estás tú!

En mi sueño, en efecto, yo fui transformado por las plegarias de los náufragos. Esta es una de las cosas más bellas del amor: ¡no deja nada indiferente, todo lo transforma! Cuando yo estaba en mi isla, estaba solo. Tres personas más estaban solas, en sus islas. Tendieron la mano, buscando ayuda… esas botellas que iban y venían por el mar, como plegarias pronunciadas en el momento de mayor desesperación, tuvieron un efecto como el descrito en Eclesiastés:

Mejor dos juntos que uno solo:
mayor provecho obtienen de su trabajo.
Si uno cae, lo levanta su compañero.
¡Pero pobre del que cae estando solo,
pues no habrá quien lo levante!
Más aún: si dos se acuestan juntos,
uno a otro se calientan;
pero uno solo, ¿cómo entrará en calor?
Uno solo puede ser vencido, pero dos podrán resistir:
la cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente.

Como una cuerda de tres hilos, en mi sueño todos fuimos transformados y fortalecidos. Unos por la mano amiga que necesitaban, otros por la mano que necesitábamos tender al otro… Juntos, convertimos un mundo de náufragos y soledades en un mundo donde el pan alcanzó para todos. Un mundo donde el corazón, dormido hasta ahora bajo el peso del egoísmo, despierta y arde con el fuego del amor.

Es este otro de los símbolos que me gustan en la pintura: las tres llamas que arden en el candelero. El Espíritu Santo es ese fuego que arde en el corazón de los discípulos, y que ardió en el mío para transformarlo y levantarme de la orilla y hacerme a la mar. Siempre me ha gustado esta manera de representar al Espíritu de Dios, pues el fuego asciende; no se conforma con estar a ras del suelo, busca elevarse hacia el cielo. Si Jesús es Dios con nosotros, el Espíritu Santo es Dios en nosotros: es Dios que ha puesto su morada en nosotros, y desde nosotros actúa; es la práctica del amor, es el ágape, el partir del pan, el romperse el yo y darse a los demás. Cuando el Espíritu arde en el corazón de una persona, ésta no puede contenerse; se levantará de su silla y amará con todo su ser, pues se ha transformado en un templo de puertas abiertas en el que Dios actúa con libertad.

Y cuando esto pasa, esa persona es el ser más feliz del mundo.

*

Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, mi Padre del cielo se la concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí, en medio de ellos.

*

El mago dejó de sentir frío, gracias a que la tejedora pudo hacer lo que la hacía feliz; el pastor fue feliz con sus ovejas, y con los besos de la tejedora; y el mago, ya sin frío, fue feliz leyendo la poesía que había escrita en las estrellas.

*

-Ya no estoy en el mundo –dijiste al Padre, aquella noche en que partiste el pan con tus discípulos-, mientras que ellos están en el mundo; yo voy hacia ti, Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me diste, para que sean uno como nosotros

*

El desierto no es un asunto solitario. El desierto no es un sitio donde vas para olvidarte de todos, y estar a solas contigo mismo y con Dios.

El desierto no es un trozo de pan para adornar el centro de la mesa y ser la morada de las moscas.

El desierto es ese sitio en el alma donde te encuentras en la intimidad con Dios y contigo mismo… para descubrir la intimidad con el otro, y ser uno con él y con Dios. Y contigo mismo.

El desierto es un trozo de pan que se parte, y se comparte. Ese pan, que se parte a trozos y alcanza para todos, es el Dios que ha puesto su morada en tu corazón y en el del otro; y en el mío, y en el de una tejedora y el pastor que se enamoró de ella, y el mago que un día se olvidó de las estrellas y se enamoró de Dios.

Para que seamos uno, como el Padre y el Hijo.

Como tú y yo.



Oseas 2, 16.
Lucas 24, 30-32.
Eclesiastés 4, 9-12.
Mateo 18, 19-20.
Juan 17, 11.

Ilustración de la isla y el mar: Ana Trejos. 2014.

Pintura: Descanso en el Camino (Burgos).
Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2012.

Pintura: Santa Cena.
Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 1976.

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