La voz


Y si estoy cansado de gritarte
es que solo quiero despertarte…

Charly García


¿Qué hago yo aquí?, me pregunté en el desierto.

En el desierto no hay nada. Está desierto.

Y de tan desierto, no había quién me respondiera. Sólo estaba yo.


Por eso escuché la voz. Es un clamor en el desierto, un grito en el silencio del alma. Es una voz que sólo se puede escuchar cuando el silencio es total y el desierto lo es también. Cuando todo calla, cuando calla por fin la muchedumbre que no nos deja respirar, clama la voz desde lo oculto, desde lo íntimo del ser.

Y la voz me gritaba, en silencio:

Prepara el camino del Señor,
endereza sus sendas.
Que todo barranco sea rellenado,
que todo monte y colina se abaje;
que lo tortuoso se haga recto
y lo escabroso se allane,
y vean todos la salvación de Dios.


La costumbre de “preparar el camino” era común en tiempos de Jesús, igual que lo había sido en tiempos del Antiguo Testamento. Muchos pueblos antiguos preparaban el camino para la llegada de un rey o un dios. Era particularmente importante la reparación del camino en sí: cuanto más llano fuese y menos huecos y montículos tuviese, tanto mejor. Nadie quería que su rey (o su dios) llegase maltratado y sin ganas de sentarse en el trono, luego de un viaje accidentado por una carretera llena de montes y abismos.


Cuando Juan Bautista clama en el desierto, gritando “preparen el camino del Señor”, alude a esta costumbre, refiriéndola a la venida de Jesús.

Esa voz que grita en el desierto, es la voz que grita hoy en mi alma. Cuando dejé las ciudades atrás, cuando dejé atrás el ruido de las calles y el hedor de los edificios y de las alcantarillas, y entré en el silencio de mi propio desierto, lejos de todo y lejos de todos y a solas con mi ser, esta voz es la que ha salido a mi encuentro. Al principio es un balbuceo lejano, cuyas palabras no comprendo; el desierto está lleno de montes y abismos, como un árido laberinto en cuyos vericuetos se pierde el clamor. Pero de andar y andar, a solas con mi silencio, poco a poco voy habituándome al aliento del desierto; las palabras se hacen más y más perceptibles, hasta que me obligan a detenerme y caer en la arena, cerrar los ojos y prestar atención a la brisa, a las lejanías, a la desolación. Y es entonces –solo entonces- cuando consigo por fin escuchar la voz.

La voz me dice, prepara el camino. Pues he venido al desierto precisamente para encontrarme con Dios. Como dije en otro texto, con el Dios que habita en el alma, y el alma que habita en Dios. La voz me dice que prepare el camino para mi encuentro con Dios. Contigo.

Y pongo manos a la obra. Trato de preparar el camino, de enderezar la senda. Pues la senda está torcida. Mis pies, criados en las grandes ciudades, están acostumbrados a lo torcido. Las ciudades tienen calles rectas, para disimular todo lo torcido que esconden bajo el asfalto y detrás de las paredes. Mis pies se han acostumbrado a esas alcantarillas oscuras, y a esos pasillos y escaleras que nunca terminan y nunca llevan a ningún sitio, ni sacan a nadie de ningún lugar. Mis ojos se han acostumbrado a las ventanas que dan a un muro, o a otra ventana donde alguien mira buscando la libertad, pero que no consigue otra cosa que ver a alguien más que mira también buscando. Mis oídos se han acostumbrado a escuchar detrás de las paredes, donde las palabras se tuercen y las frases dicen una cosa para decir otra. Mis manos se han acostumbrado a tantear en la oscuridad, caminando sendas de sombras que pretenden ser rectas pero se retuercen sobre sí mismas, hallando puertas que al abrirlas dejan caer sobre mí más sombras.

Por eso hoy escucho mi voz, que me dice: prepara el camino del Señor, endereza tus sendas.

Y cierro aún más los ojos, y aprieto aún más la arena, como quien quiere aferrar en ella al silencio del desierto; y continúa la voz: ¡Que todo barranco sea rellenado, que todo monte y colina se abaje! ¡Que lo tortuoso se haga recto y lo escabroso se allane! Y, conforme escucho, comprendo cómo es ese camino que me pides preparar para ti.


Cuando Juan gritaba en el desierto, la multitud de gente le preguntaba:

-¿Qué debemos hacer?

Y Juan respondía:

-El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; otro tanto el que tenga comida.

Entonces vi al pobre como un barranco, como un abismo que se hundía en la arena; y vi al rico a su lado, como una montaña de túnicas de todos los colores y costuras, que alcanzaba el cielo. Vi al hambriento como un hueco en la tierra, doloroso como el agujero de su estómago; y a su lado una montaña de comida que alcanzaba el cielo.

Y comprendí por qué la voz dice, finalmente, y verán todos la salvación de Dios. Comprendí cómo tantas cosas que acumulo se van convirtiendo en montañas, como edificios que me encierran y me impiden ver. Como un prisionero de su propia comida y sus propias túnicas, incapaz de escuchar la voz de los desnudos y hambrientos que claman desde sus afueras, tratando de sacarlo de allí, de rescatarlo de su doloroso egoísmo y devolverlo a la vida.

Fueron también algunos recaudadores de impuestos y preguntaron a Juan:

-¿Qué debemos hacer?

Y Juan les respondió:

-No exijan más de lo que está ordenado.

Y también los soldados romanos le preguntaban:

-Y nosotros, ¿qué debemos hacer?

Les contestó:

-No maltraten ni denuncien a nadie, y conténtense con su sueldo.

Esos son los barrancos que deben ser rellenados, los montes que deben ser abajados; esos son los senderos tortuosos que deben hacerse rectos y los terrenos escabrosos que deben allanarse. Ese es el camino que puedo preparar a Dios.


Entrar en el desierto es alejarme de todo lo que no soy; para encontrarme con lo que soy.

Cuando he entrado en el desierto, su silencio me permite escuchar la voz que grita dentro de mí. Grita, porque necesita -¡con urgencia!- que Dios entre también en el desierto; para encontrarnos los dos.

Si escucho esa voz con atención, mi voz, puedo preparar el camino; puedo nivelar mi alma.

Enderezar mis sendas torcidas, enseñar a mis pies una nueva forma de caminar, para no andar dando tumbos en las afueras de mi alma.

Rellenar los barrancos, abajar los montes y colinas; abajar todas esas montañas que he creado con mi egoísmo, montañas de túnicas y banquetes, de oro que pesa como plomo y plomo que parece oro; desmantelar esos muros, y rellenar los abismos que sin darme cuenta he creado en la vida de las personas que me rodean. Devolver lo que he robado. No exigir más de lo que me corresponde, y contentarme con ello… Nivelar el alma.

Rectificar lo tortuoso, allanar lo escabroso; poder mirar a los ojos con ojos de niño, y saber ver en ti los ojos de un niño; poder andar tomados de la mano, y abrazarnos solo porque nos gusta, y sonreír porque tenemos ganas, y llorar si hace falta. Correr juntos por el jardín, pues para eso hemos sido creados. No ser más un alma tortuosa y escabrosa, llena de pasillos confusos, sombras y piedras de tropiezo, engaños y mentiras… Poder levantar la mirada y reír a pierna suelta, y sentir en la garganta esa emoción de simplemente estar vivo. Creer, eso es, creer en un mundo sin abismos ni montañas, un mundo donde decir te amo sea tan sencillo como lo es jugar para un niño, pues si Dios es amor, decir te amo no debería ser tan complicado…

Un mundo donde nadie está por encima ni por debajo de su hermano, es un mundo donde todos veríamos a Dios

Pues no habría montañas ni abismos que nos impidan verlo.


Lucas 3, 3-14.

Pintura: Hojas en otoño. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2005.  

Fotografías: Ana Trejos, en algún sitio del Camino de Santiago. 2011.

No hay comentarios:

Publicar un comentario