Quien ama, corre y vuela


Estábamos el pastor, el mago y yo sentados en el borde del camino, esperando la salida del sol. Siempre es bello ver cómo la noche se entreteje con la luz del día, hilo a hilo. Pero aún faltaba un rato, aún estaba oscuro; mientras tanto, charlábamos sobre cosas sin importancia, de esas que hacen importantes a los amigos.

Entonces, de pronto, pasó una mujer corriendo por el camino, con tal rapidez que apenas pudimos distinguir su silueta entre las sombras.

-¿Era una mujer… o un ángel? –preguntó el mago.

-Una mujer –respondió el pastor-. Pero, a juzgar por la velocidad que llevaba, diría yo que viene de ver un ángel…

Un rato después pasó frente a nosotros, también a toda prisa, un hombre. Detrás de él iba otro, de mayor edad y mayor dureza en la pinta, tratando de alcanzarle. Iban en dirección contraria a la que llevaba la mujer que habíamos visto hacía un rato.

-¿De qué se trata todo esto? –pregunté-. ¿Nos hemos perdido de algo?

Y, puestos a conversar, lo hicimos sobre la gente que corre en la Biblia. No de todos, pues hay quienes corren porque huyen, o por malas prisas; pero los hay también que corren por amor, y de esos eran los que habían pasado a tanta velocidad frente a nosotros.

El mago, más disciplinado que nosotros dos a la hora de ir guardando en su mochila los textos que iba encontrando en los senderos bíblicos, nos contó de algunas personas que había conocido y que, con amorosa prisa, por poco no lo habían derribado por el suelo en su paso.


El joven rico (Marcos 10, 17-22)

-Este muchacho –nos decía el mago- corrió un día hacia Jesús, apenas le vio pasar por el camino; pero poco le duró la prisa. Se marchó al final triste y cabizbajo, cuando Jesús le dijo que el tesoro en el cielo se gana a costa de renunciar al tesoro en la tierra.

-No estaría tan enamorado, entonces… -comenté.

-Lo estaba. Pero de sus riquezas. Ese amor te puede hacer correr por un minuto o dos, pero no por más que eso. Pronto tendrás tanto peso en los bolsillos, que no conseguirás ni siquiera levantarte de la silla.


Zaqueo (Lucas 19, 1-10)

-Este también era rico… pero sus carreras tuvieron un mejor final. Como todos los hombres pequeños, era inquieto como un niño; y por eso este episodio está lleno de prisas, brincos y alegrías. Cuando ve el gentío que acompaña a Jesús cuando éste entra en la ciudad, Zaqueo corre y trepa en un árbol para poder verle; cuando Jesús pasa y le mira, también se contagia de su prisa, pues le pide bajar pronto del árbol para hospedarle en su casa; entonces se apea rápidamente Zaqueo del árbol y, muy contento, le da hospedaje. Cuando todos murmuran de Jesús por haber entrado en casa de un pecador, Zaqueo no tarda en ponerse en pie, y retribuye a los pobres el dinero que como buen recaudador de impuestos les ha robado.

Esto es lo que pasa cuando te enamoras. Nadie puede mantenerte quieto ni sentado, ni con los pies en la tierra.


El padre del hijo pródigo (Lucas 15, 20)

-Y es que estas prisas son contagiosas. El mismo Dios, cuando ve venir –aún de lejos- al hijo que se había perdido, corre y se le echa al cuello y le colma de besos.

Todo el capítulo 15 del evangelio de Lucas, de hecho, está lleno de esta amorosa prisa. El pastor que deja su rebaño para ir en busca de la oveja perdida, y al encontrarla se la echa a los hombros contento y llama a amigos y vecinos, para que se alegren con él… La mujer que, al hallar la moneda que se le había perdido, llama a sus amigas y vecinas para que se alegren con ella… Y el padre del hijo pródigo, que corre presuroso a recibirle… estas tres parábolas están llenas de esos desvelos y carreras por amor que lo sacan a uno de su sitio para levantarlo del suelo y lanzarlo de lleno al abrazo y el beso de la gente.


Los discípulos de Emaús (Lucas 24, 33)

-También estos dos hombres, antes cabizbajos y afligidos por la muerte de Jesús, se levantan con prisa apenas le reconocen vivo y presente en su mesa, al partir el pan; y regresan emocionados con los otros discípulos, para contarles la noticia.


María, hermana de Marta y Lázaro (Juan 11, 29)

-Y finalmente, esta mujer. Siempre pienso en ella como aparece en el capítulo 10 de Lucas, sentada a los pies de Jesús y escuchándole, perdida en el amor de sus palabras. En otra ocasión, cuando su hermano había muerto, apenas escucha que su hermana le dice “el Maestro está aquí y te llama”, se levanta rápidamente y corre hacia Él. Y, al verle, cae a sus pies… ¡ojalá tuviese yo tanto amor en mis pies, como el que tengo en mi cabeza!

Pues, en efecto, el mago había aprendido a amar más con la lenta serenidad de las estrellas en el firmamento, que con la prisa de los pastores.

-Los pastores… menos yo –lamentó el pastor-. ¿Qué hago yo aquí sentado, esperando con ustedes la salida del sol? Mis compañeros, apenas recibieron de los ángeles del cielo la noticia del nacimiento del Salvador, corrieron a Belén y hallaron a María con el niño en el pesebre… ¡y yo, perdido aquí, en este laberinto de las infinitas páginas de la Biblia!

-Supongo que Dios se manifiesta de maneras muy distintas, según la necesidad de cada persona –respondió el mago-. Ya llegará nuestro momento de correr…


Mientras conversaban, yo pensaba en la madre de Jesús. También ella había corrido. Cuando María recibió la visita del ángel Gabriel para anunciarle que sería la madre del Salvador, apenas el ángel la dejó y se fue se levantó ella y fue presurosa a la casa de Isabel, quien ya estaba embarazada de seis meses. El niño que llevaba en su vientre, que no sería otro que Juan Bautista, también quiso echar a correr y lanzarse a los brazos del niño que venía en el vientre de María; y como no halló por donde salir, salió por la boca de Isabel, lleno de gozo, en forma de hermosas palabras.

¡Qué bella es la prisa del que ama! Quien ama, corre y vuela, decía Tomás de Kempis… Y como escribió Isaías: ¡qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena noticia! Aún los muchachos se cansan –dice Isaías algunos capítulos atrás-, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse… ¡alas, como las águilas! ¡Vuela y corre, quien ama!

Y así transcurrió aquella noche, conversando sobre los enamorados que incansablemente corren por las páginas de la Biblia. Pero, de todos ellos, llega siempre el primero aquel hombre que había pasado a toda prisa frente a nosotros, y que no es otro que el discípulo que tanto amó Jesús; tanto se amaban que antes de morir, fue a él a quien Jesús pidió que permaneciera junto a su madre, y que la llevara con él a su casa; tanto era el amor de este discípulo, que permaneció junto a la cruz con su amigo y le vio morir, y vio la lanza atravesar su costado, y vio de éste brotar sangre y agua, vida que brota abundante de la inagotable fuente del amor.

Es imposible no echar a correr cuando se ama tanto. Quien ama, tiene prisa por llegar al amado. Es por eso que tan enamorada canta la esposa en el Cantar de los Cantares:

¡Bésame con besos de tu boca!
   ¡Son tus amores mejores que el vino!
¡Qué exquisito el olor de tus perfumes;
   aroma que se expande es tu nombre,
   por eso se enamoran de ti las doncellas!
Llévame contigo, ¡corramos!,
   ¡introdúceme, oh rey, en la alcoba;
   disfrutemos y gocemos juntos,
   saboreemos tus amores embriagadores!
   ¡Con razón de ti se enamoran!

Con ese gozo corre el discípulo amado, el alma enamorada (diría San Juan de la Cruz), corre así el alma enamorada en busca del Dios amado, tan amado, ¡cómo no echar a correr! ¡Cómo no echar a volar! Con tal gozo corría el alma enamorada, cuando llegara María Magdalena a contarle del sepulcro vacío… ¡Con tal gozo, que ni el mismo Pedro pudo darle alcance!


Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.

San Juan de la Cruz


Juan 20,1-4. Lucas 1,39; 2,16. Isaías 40,31; 52,7.
Cantar de los Cantares 1, 2-4.

Pintura: Gaviota. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2006.

No hay comentarios:

Publicar un comentario