Cosas buenas


La mochila del peregrino se parece al corazón de la madre de Jesús: en él, ella conserva lo que va encontrando en su camino. Cuando, por ejemplo, los pastores encontraron al niño acostado en el pesebre, María tuvo el cuidado de guardar en su corazón todo lo que ellos dijeron al llegar –pues lo que los pastores traían no era poca cosa: era nada menos que palabras de ángeles. Lo mismo pudo ocurrir con los magos, que llegaron y, al ver al niño con su madre, abrieron sus tesoros y le ofrecieron regalos; quizá conservó María también en su corazón esos dones de origen tan exótico y lejano.

Después de todo, el corazón de la madre de Jesús se parece a la mochila de un peregrino… en ella, el peregrino conserva las cosas buenas que va encontrando en su camino.

También se parece, el corazón de María, a una tierra fértil en que toda semilla que cae da buen fruto.

Una tarde, mientras caminaba sin rumbo fijo por las páginas de la Biblia, fui a dar al relato de la Creación; traté de andar con cuidado y no hacer ruido, pues cuando llegué era el séptimo día y el niño dormía; no quería despertarlo.

Vi entonces una puerta, y me acerqué y llamé. Así conocí a una mujer que conservaba en su casa las cosas buenas de la Creación. Me invitó a pasar y me mostró su colección de cosas buenas; conforme me las mostraba, mi corazón ardía con emoción cada vez mayor.

Entonces escribí este poema:


Cuando todo estaba oscuro, me diste una luz.
  Entonces vi que no tenía dónde apoyar el pie;
    y temí que me hundiría en las aguas.

Me diste la tierra.
  En ella apoyé el pie,
    y me salvé del abismo.

Estaba descalzo.
  Me diste el pasto.
    Pude caminar.

Tuve hambre.
  Me diste una semilla.

Me habías dado la tierra.
  Yo le di la semilla.
    Y tuve un árbol.

El árbol me dio sus frutos.
  Y me salvé del hambre.

Tuve frío.
  Me diste el sol.

Tuve sueño.
  Me diste la luna.
    Entonces me quedé dormido,
      y pude soñar.

El sol se enamoró de la luna
  y la luna del sol.
    Así, todas las noches ella corría tras él;
      y todos los días él corría tras ella.
        Me diste el tiempo.

Pasó el tiempo.
  Me sentí solo.
    Entonces llenaste mi vida…
      de vida.

Y la vida corrió libre por el campo
  y chapoteó contenta por las aguas
    y voló feliz hacia las estrellas.

Y viste todo lo que habías hecho.
  Y todo era muy bueno.


Nunca, en mis posteriores andaduras, volví a encontrar aquella puerta, ni mucho menos a aquella mujer; pero de alguna manera su recuerdo ha permanecido en mi pecho como una semilla que permanece en la tierra. Y, si alguna vez he conseguido ser tierra fértil, el recuerdo ha florecido y ha dado algún fruto.

La Biblia comienza –en su primer párrafo- diciendo que el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas. Pocos versículos después, en el tercer día de la Creación, Dios separa esas aguas de la tierra, y llena ésta de hierba verde que engendra semilla y árboles que dan fruto. Es decir, tierra fértil.

A menudo visito estas primeras páginas de la Biblia. Me gusta sentarme en el borde más alto del capítulo 1, como si yo mismo fuese un inesperado versículo 32 sentado allá arriba y con los pies al aire; y descalzo me gusta sentir esa brisa en mis pies, la caricia de las hojas más altas de los árboles, el roce de las alas de los pájaros en mis dedos, las gotas de agua salpicarme la piel cuando los grandes cetáceos brincan sobre las nubes y vuelven a caer en el mar. En esos momentos me siento el niño más pequeño y feliz, y vienen a mi memoria los versículos del capítulo 8 de Proverbios:

Yo estaba junto a Él, como confidente,
yo estaba disfrutando cada día,
jugando todo el tiempo en su presencia,
jugando con el mundo creado,
disfrutando con los hombres.

Y cuando veo al Espíritu de Dios aletear sobre las aguas, cuando veo ese aliento de vida que Dios sopló en mi nariz cuando yo no era más que barro para darme el primer respiro, cuando veo ese aliento deslizarse sobre el mar en busca de esa tierra fértil en la que insuflar la incontenible fuerza de la vida, pienso también en la madre de Jesús; pienso en esa muchacha escondida en la aldea más recóndita de Israel, cuya virginidad era un aroma que ascendía al cielo llenándolo con el exquisito perfume de la fertilidad.

Sospecho que Dios siempre anda volando por encima de nuestras aguas; de nuestros abismos, tormentas y naufragios.
Sospecho que Dios aprovecha cualquier isla, cualquier terreno fértil y virginal en nuestras aguas, para posarse sobre nosotros y darnos vida.
Sospecho que su Palabra es como una semilla que anda buscando siempre esa tierra en que caer, brotar y crecer a gusto.

Sospecho que el instante de la Creación se parece mucho a ese instante en que el Espíritu de Dios se enamoró, y bajó sobre aquella muchacha de Nazaret.

Y que en su vientre se ocultó, y brotó, y creció a gusto.

Y creo que en Belén, en una gruta, hay un niño que duerme; hay un Dios que se ha quedado dormido, feliz por todas esas cosas buenas que ha creado.

Y vio Dios todo lo que había hecho.
Y vio que todo era muy bueno.


Lucas 2. Mateo 2. Génesis 1-2. Proverbios 8, 30-31.

Pintura: Jardín en San José de la Montaña. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2007.
(Nota: esta pintura, como algunas de las que aparecerán en este blog, no pertenece a la serie “Camino de Santiago”; la he elegido pues ilustra a la perfección el texto).


María de Nazaret

Escribí este texto algunas semanas antes de escribir “Cosas buenas”; antes, incluso, de iniciar el proyecto “Guía del camino para magos y pastores”. Sin embargo, me pareció bueno incluirlo aquí como un complemento; de todas maneras, cuando lo escribí ya rondaba en mi cabeza la idea de un mago y un pastor en busca del niño nacido en Belén.


El anuncio del nacimiento de Jesús se encuentra en Lucas 1,26-38, y comienza de la siguiente manera:

El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret, a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David; la virgen se llamaba María.

Nazaret. ¿Qué hace un ángel de Dios en un sitio como este? Veamos la descripción que de este pueblo hace José Luis Martín Descalzo en su libro “Vida y misterio de Jesús de Nazaret”:

“Nazaret era sólo un poblacho escondido en la hondonada… Un poblacho del que nada sabríamos si en él no se hubieran encontrado este ángel y esta muchacha. El antiguo testamento ni siquiera menciona su nombre… ¿Qué habría que decir de aquellas cincuenta casas agrupadas en torno a una fuente y cuya única razón de existir era la de servir de descanso y alimento a las caravanas que cruzaban hacia el norte y buscaban agua para sus cabalgaduras? ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46), preguntará un personaje evangélico cuando alguien pronuncie, años después, ese nombre. Las riñas y trifulcas –tan frecuentes en los pozos donde se juntan caravanas y extraños- era lo único que la fama unía al nombre de Nazaret. Y no tenían mejor fama las mujeres del pueblo: A quien Dios castiga –rezaba un adagio de la época- le da por mujer una nazaretana”.

¿Qué se le había perdido a Dios en un sitio así, ciento cincuenta kilómetros al norte de Jerusalén? Y, sin embargo, por aquí anduvo el ángel. ¿Qué buscaba? Si Dios estaba buscando una puerta para entrar a la humanidad, ¿por qué no en Jerusalén, ciudad santa? ¿No sería eso lo más lógico? ¿Por qué en una aldea lejana, insignificante y de mala fama?

Eso son dos preguntas: qué buscaba, y por qué aquí. La primera, me gusta como la responde San Juan de la Cruz en su Romance sobre el evangelio “In principio erat Verbum”, acerca de la Santísima Trinidad; en este bello romance, cuando el Padre conversa en el Cielo con el Hijo sobre la conveniencia de bajar a la tierra, el Hijo responde:

Iré a buscar a mi esposa,
y sobre mí tomaría
sus fatigas y trabajos,
en que tanto padecía;
y por que ella vida tenga
yo por ella moriría,
y sacándola de el lago,
a ti te la volvería.

Para responder a la segunda pregunta, también me haré eco en un romance antiguo:

Nos dicen las profecías
que cumplidas las edades
en la ciudad de Belén
una virgen será madre.

Una virgen será madre,
una virgen será madre,
en la ciudad de Belén
y cumplidas las edades.

En efecto, la virgen sería madre en Belén, pero todo comenzaría en Nazaret, donde recibiría el anuncio del ángel y concebiría en su seno, por obra y gracia del Espíritu Santo. Una virgen será madre. ¿Tiene alguna relación la virginidad que buscaba Dios para hacerse hombre y habitar entre nosotros, con la aldea de Nazaret?

La palabra “virgen”, parthenos en el original griego del evangelio, es la que usan los evangelistas para traducir la palabra hebrea almah. En su contexto original, esta era la palabra más adecuada (y posiblemente la única) para describir a una mujer soltera. En su sentido más literal, se refiere a una mujer “sin esposo”; dicho de otra manera: una mujer disponible en matrimonio. Hoy día, tras infinitas vueltas de tuerca que los siglos han dado a la cultura, relacionamos la palabra virgen más con un asunto de pureza sexual que con el sentido que originalmente tiene. ¿Por qué Dios, que busca bajar a la tierra para recuperar a su esposa perdida, elige a una virgen? Precisamente por eso: porque ella está sin esposo, soltera, dispuesta. He aquí la esclava del Señor: la virgen está totalmente disponible para Dios. Con ella, Dios no tiene competencia. El de María es un sí absoluto, incondicional, que no depende de nada. María no está casada con el dinero, ni con el poder, ni con otros dioses. Por esto está totalmente disponible. Y por eso Dios la busca a ella, aunque tenga que buscarla en el sitio más recóndito.

Siempre pienso en la virgen María como la tierra fértil. En la parábola del sembrador (Marcos 4,1-20), Jesús compara su Palabra con una semilla, que puede caer en cuatro tipos distintos de tierra. A veces la semilla cae junto al camino, donde vienen las aves y se la comen; otras veces cae en terreno pedregoso y con poca tierra, donde brota enseguida pero rápidamente se marchita y se seca, por falta de raíz; otras más, cae entre espinos, donde éstos crecen y la ahogan. María no es como estos tres primeros tipos de tierra infértil: María es tierra virgen, fértil, disponible para la semilla, donde la semilla brota, crece y da fruto.

Es esta disponibilidad virginal de María, ese sí incondicional, lo que la convierte en tierra fértil para que Dios pueda “brotar, crecer y dar fruto” en nosotros. En María, la semilla de Dios simplemente florece a gusto. No se conoce con certeza el significado etimológico del nombre María, pero se cree que significa amada. La virginidad de María consiste también en eso: se deja amar. En la tierra que se deja amar, florece el amor. La semilla brota a gusto en la tierra que se lo permite. Dios florece a gusto en la persona que se lo permite. Pero eso es algo que debemos entender: Dios entra a nuestra vida con la insignificante pequeñez de una semilla, incapaz de competir con las aves del camino, las piedras o los espinos. Cuando queremos recibir la semilla de Dios, pero también damos un espacio de nuestro terreno a esos otros dioses, simplemente Dios no florece. Ahogamos sus bendiciones, ahogamos todas esas cosas buenas que tiene para nosotros, pues nosotros mismos hemos decidido dejar que florezcan los espinos, que abunden las piedras y que las aves sobrevuelen nuestra cabeza y la llenen de ideas que luego se llevará el viento. Dios no florece tan rápido como las cosas de este mundo; Dios es más sereno que una piedra, que el vuelo de un ave o que el brote de los salvajes espinos.

Y esa es la semilla que el ángel vino a anunciar a María, que brotaría desde su seno virginal. La semilla tiene una característica que es esencial tener en cuenta: es solo la mitad de algo. Dice Alejandro Jodorowsky que una semilla es un cofre que porta un bosque… pero ese bosque, ese jardín lleno de frutos y bellos árboles, requiere también de una tierra fértil para germinar. Nada hace la semilla por sí sola, y nada hace la tierra fértil por sí sola. Ambas se necesitan. Dios, por más Dios que sea, necesita de la virgen, necesita de nosotros, de nuestra disponibilidad, para poder continuar su Creación; y nosotros, por más fértiles que pretendamos ser, necesitamos de esa semilla de Dios, pequeña y sencilla, para poder ver los frutos en nuestra vida.

En eso consistió la gran aventura del ángel, en busca de una esposa para Dios. ¿En Jerusalén? Imposible. Una mente lógica diría que Jerusalén era el lugar ideal para la venida de Dios al mundo, pues era la “ciudad santa”. Sin embargo, quizás fue precisamente esa etiqueta la que aplastó su fertilidad, su virginidad. Y no es que Dios no lo intentara; simplemente, hubo en Jerusalén demasiadas piedras, demasiados espinos, demasiadas aves sobrevolando sus cúpulas. Por eso, cuando Jesús se percata de que en ese sitio no podrá florecer su Palabra, exclama:

“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los enviados, cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a los pollitos bajo sus alas; y tú no quisiste! Por eso, la casa de ustedes quedará desierta. Les digo que no me verán hasta que digan: Bendito el que viene en nombre del Señor”. (Lucas 13,34-35)

Por eso envió Dios al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret; a una virgen llamada María.

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