Plegaria en una botella


En el desierto, tuve un sueño.

Soñé que había tomado mi barca y había navegado hasta la isla más remota en el mar. Me senté en la arena, y perdí mi mirada en el horizonte; solo me acompañaban el agua que mojaba mis pies y la brisa que jugaba con mi cabello.

Una botella pasó flotando frente a mí. Contenía el mensaje de un náufrago, solitario en alguna isla vecina, que decía:

“¡Qué soledad insoportable! No hay en esta isla más que ovejas, a quienes pastoreo con todo el cuidado de que soy capaz… pero, ¿hasta cuándo puede aguantar un hombre sin el beso de una mujer?”

Guardé el mensaje del pastor en mi bolsillo, pensativo; pero al cabo de un rato mi mente se perdió de nuevo en el silencio del horizonte.

Al día siguiente, una nueva botella fue abandonada por la marea a mis pies. El mensaje en su interior provenía de una isla distinta, y decía:

“Si las sombras pudiesen apagar el frío, como apaga el agua la sed… amo esta isla, por sus altas lomas a las que puedo trepar para observar de cerca las estrellas, y leer la poesía escrita en ellas; pero cuando estoy allá arriba, y mi único cobijo es el viento y la noche, ¡qué frío insoportable, que me parte la piel como un cuchillo!”

Guardé el mensaje del mago en mi bolsillo, pensativo; pero pronto las gaviotas que jugueteaban sobre el mar robaron toda mi atención.

Al tercer día no me sorprendió ver una botella más flotar entre las olas del mar, junto a la orilla. ¡Cuántos náufragos, por estos contornos! El mensaje había sido escrito por una mujer, y decía:

“Las horas se toman tantas horas en renunciar a su día y pasar al siguiente… ¡qué carga pesada y dolorosa, me resulta el tiempo en esta isla desierta! En mi barco era tan feliz, tejiendo las ropas más bellas para los pasajeros, y las alfombras más hermosas para vender en los puertos… pero aquí, ¡aquí no hay nada que hacer!”

Guardé el mensaje de la tejedora, pensativo; pero no había pasado un minuto y ya mi mente tejía lejanas fantasías en el sol que derramaba sus sueños de oro sobre el horizonte.

Cuando llegó la noche sentí frío. Quise resguardar mis manos en los bolsillos de mi abrigo, y sentí los tres mensajes que había guardado. Los saqué y los extendí sobre la arena, para contemplarlos a la luz de la luna; descubrí que juntos, los tres mensajes parecían conformar un único mundo.

Miré hacia la oscuridad del horizonte. Pensé en el mago; probablemente estaría encaramado en alguna de las altas lomas de su isla, mirando emocionado a las estrellas y muriendo de frío.

Pensé en la tejedora, que si tuviese con qué, podría tejer un abrigo para el mago.

Pensé en el pastor, que podría dar a la mujer la lana de sus ovejas…

Y, pensando en ellos, y a pesar del frío, sentí una inesperada calidez en el corazón. ¿Es esto una semilla que crece oculta en el pecho, de la que brota el amor y extiende sus ramas y sus frutos? ¿Se puede amar, sin embargo, a quien no se conoce? Una mujer y dos hombres padecían de frío, hastío y soledad en sus islas, no muy lejos de mí… No podía imaginar cómo eran sus rostros, ni el brillo de sus ojos ni el tono de su voz y, aún así, sentía por ellos una compasión tan fuerte que no podía llamarla de otra manera que amor. Pero, ¿cómo ayudarles? ¿Cómo llegar a ellos?

Metí los mensajes en sus respectivas botellas y regresé en mi barca al mar. No sabía en qué dirección estarían sus islas, pero decidí confiar en mi intuición; dejé caer una botella por aquí, otra por allí, la última más allá... Y regresé a mi playa. Me dormí en la arena, creyendo que de algo habría servido mi breve travesía.

Al amanecer, tres botellas descansaban junto a mí. Pensé que el mar las había devuelto a mi orilla, y que mi esfuerzo había sido en vano; sin embargo, al abrirlas descubrí que se trataba de tres nuevos mensajes, que nuevamente el azar había apartado de sus destinos y llevado a mi lado.

El mensaje del mago decía:

“Ha llegado a mi playa el mensaje de una tejedora… ¡cuánto bien me haría ese abrigo que podrías tejer para mí! Si este mensaje llega a ti, quiero que sepas que sé leer las estrellas; si miras al cielo por la noche y me das alguna indicación de la ubicación de tu isla, podría lanzarme al mar y, con la ayuda del mapa que se despliega en el firmamento, nadar hasta ti”.

El mensaje del pastor decía:

“Ha llegado a mi playa el mensaje de un mago que puede entender el mensaje de las estrellas… ¡cuánto bien me haría que me enseñaras a leer ese espejo en lo alto del cielo nocturno! A lo mejor conseguiría ver reflejado, en sus trazos de luz escritos en la oscuridad, el paradero de la mujer cuyos besos acabarían con esta punzante soledad”.

El mensaje de la tejedora decía:

“Ha llegado a mi playa el mensaje de un pastor… ¡cuánto bien me haría la lana de las ovejas de tu rebaño! Con esa lana, tejería bellísimas obras que acabarían con mi aburrimiento y me devolverían la ilusión. ¡Si yo pudiese, ahora mismo, tejer una alfombra que llegase hasta tu isla! ¡Si yo supiera al menos dónde estás!”

Quise regresar en mi barca al mar para devolver las botellas a sus aguas, de manera que pudiesen seguir su camino hasta llegar al destino que les correspondía. Pero, con un pie en la barca y otro aún en la arena, pensé… ¿De qué les serviría recibir los mensajes? ¿Acaso podía la tejedora realmente desplegar una alfombra para caminar sobre el mar, aún si tuviese con qué tejerla? Y si el mago realmente se lanzase al mar para nadar hasta ella, ¿qué seguridad tenía yo de que no se ahogaría en su intento? ¿Cómo reunir al pastor con aquel hombre que le podía enseñar a leer las estrellas, o con la mujer que podía devolverle la vida con un beso?

Abandoné las botellas en la orilla, y me hice a la mar. No les entregaría ningún mensaje; los invitaría a subir a mi barca, y juntos hallarían lo que buscaban.

Y quizás yo mismo hallaría también algo que buscaba, sin saberlo… ¿qué estoy haciendo, después de todo, en esta isla desierta…?

*

Desperté de mi sueño, en medio de la noche del desierto.

Y lo primero que pensé, en ese instante, se ha quedado grabado en mi alma por siempre:

El desierto no es un asunto solitario.


No pude dormir por el resto de la noche. ¿Qué significado tenia aquel sueño?

Cuando llegó la claridad del día aún no entendía el asunto de las islas y las botellas; así que simplemente me levanté y me puse a caminar. Cuando estás en el desierto, eres un peregrino; caminas, y el desierto entabla una conversación con tus pasos. Sin necesidad de pensar, el mismo camino te da –en su propio lenguaje- las respuestas. Cuando los pies saben escuchar, los caminos hablan.

Creo que quien es verdaderamente feliz nunca deja de caminar. Quien se detiene en su andar, construye ciudades; pero las ciudades están hechas de muros, y las cárceles también. Quien se detiene en su andar, si se queda mucho tiempo, se queda atrapado por sus propias raíces, sólidas como cadenas que se hunden en el suelo. Quien camina, en cambio, será siempre feliz; pues quien camina anda ligero (si lleva mucha carga, no podría caminar) y no cuenta con otra cosa que lo que es; no puede contar con lo que tiene, pues lo que tiene lo ataría a un sitio. Quien es feliz, cuenta solo con su ser, y lo que necesita para el camino cabe en su pequeña mochila…

No existe, de hecho, cosa más parecida al corazón humano que la mochila de un peregrino. En ella, por caber poco, hay solo lo esencial. Un trozo de pan para compartir, y el agua para quitar la sed… y basta con ello. El peregrino no puede cargar con las pesadas felicidades institucionalizadas que ha construido la cultura. Éstas le sirven a quien prefiere renunciar al camino, y asentarse en un sitio y preferir el tener al ser; pero el caminante solo cuenta con el ser, todo el resto sobra y es peso molesto del que hay que librarse.

Es por todo esto que el peregrino del alma no debe detenerse mucho tiempo; apenas para pasar la noche y reparar las fuerzas. Ni puede tampoco cargar con más peso que el de su propia alma, que es liviana como hojas a merced de la brisa de otoño… el alma es feliz revoloteando por los aires, lejos de la pesadez del suelo. El suelo está hecho para los pies, y los pies están hechos para el peregrino. Si el peregrino se queda en el suelo, no florece; se hunde y se marchita. Pero cuando camina, florece y deja a su paso los frutos, las flores y los perfumes de su andar. Y es feliz.

*

Y así, caminando, el camino me llevó a lo que querías decirme. Voy a tratar de decirlo yo, con ayuda de esta pintura de mi madre:


En esta pintura de la Santa Cena, de 1976, estás sentado a la mesa con dos de tus apóstoles. He preguntado a mi madre quiénes son; el que está junto a ti es Juan, el discípulo amado, de quién ya he hablado en “Quien ama, corre y vuela”, capítulo quinto de esta obra; específicamente hablé en ese texto de sus amorosas carreras por llegar al sepulcro vacío, y de otras personas que en la Biblia corren por amor. El otro apóstol no es ninguno en especial; podría tratarse de Pedro, Santiago o Andrés, o cualquiera de ellos…

No quise hacer ninguna otra pregunta sobre esta pintura. Simplemente, he decidido tomarla tal como la veo, para hablar de mi experiencia hoy en el desierto. Trataré de relacionarla con esa frase que ha llegado a mi cabeza apenas despertar del sueño:

El desierto no es un asunto solitario…

…y con el sueño en sí. Y no podría comenzar por otro sitio que, precisamente, por ese camino que lleva a la Cena, desde la lejanía del desierto.

El camino viene a la Cena, al encuentro contigo, desde la noche. Se pierde a lo lejos entre nubes y montañas, bajo el resplandor medio oculto de la luna. Al ver esto no puedo evitar pensar en lo que me dices en el libro de Oseas:

Voy a seducirte,
te llevaré al desierto
y te hablaré al corazón.

Cuando entré al desierto, no tenía idea de en dónde me estaba metiendo. Todo era oscuridad, como en el horizonte de la pintura, de donde nace el camino. La luz de la luna es, de hecho, engañosa: la luna hace creer al caminante que es su luz propia, cuando en realidad lo que hace es reflejar la luz del sol, que está en otra parte. Me has traído al desierto, para seducirme y hablarme al corazón… y lo haces, me has seducido y mi corazón vibra de emoción con cada palabra tuya, pero al principio no esperaba esto. Al principio, cuando estaba a las puertas del desierto, de entrar en lo oculto de mi alma para encontrarme contigo, tuve miedo. Todo estaba oscuro, y no sabía dónde poner el pie… Ahora, no podría explicar el gozo de estar tan cerca de ti.

Sin embargo, el desierto no es un asunto solitario. En el sueño de anoche, cuando estaba en mi isla desierta, pensando que tarde o temprano llegarías y podríamos estar los dos juntos, sin nadie que nos molestase… en lugar de ti llegaron tres botellas, y con ellas tres mensajes que quise ignorar; pero me sedujiste, tocaste mi corazón, me hiciste sentir en mi pecho algo que es lo más parecido que conozco –hasta ahora- a lo que llaman amor… Y tuve que levantarme de mi cómoda orilla, y hacerme a la mar.

En la pintura apareces partiendo el pan. Recuerdo lo que pasó a los discípulos de Emaús cuando te encontraron en el camino, y te invitaron a cenar con ellos:

Mientras estaba con ellos a la mesa
tomó el pan, lo bendijo, lo partió y se lo dio.
Entonces se les abrieron los ojos y lo reconocieron.
Pero él desapareció de su vista.
Se dijeron uno al otro:
-¿No sentíamos arder nuestro corazón
mientras nos hablaba por el camino…?

En el desierto ardió mi corazón, aun cuando no sabía que caminabas conmigo; pude reconocerte, finalmente, en el partir del pan. Supe, entonces, que estuviste siempre a mi lado.
Eres, Jesús, un pan que se parte en la cruz, por amor… ¡eres, Jesús, el amor del Padre!
Y desapareciste, apenas te reconocí, para correr a esconderte en mi corazón, donde siempre habías querido entrar… En el partir del pan, en el partir de mi pequeño trozo de pan, ¡ahí estás tú!

En mi sueño, en efecto, yo fui transformado por las plegarias de los náufragos. Esta es una de las cosas más bellas del amor: ¡no deja nada indiferente, todo lo transforma! Cuando yo estaba en mi isla, estaba solo. Tres personas más estaban solas, en sus islas. Tendieron la mano, buscando ayuda… esas botellas que iban y venían por el mar, como plegarias pronunciadas en el momento de mayor desesperación, tuvieron un efecto como el descrito en Eclesiastés:

Mejor dos juntos que uno solo:
mayor provecho obtienen de su trabajo.
Si uno cae, lo levanta su compañero.
¡Pero pobre del que cae estando solo,
pues no habrá quien lo levante!
Más aún: si dos se acuestan juntos,
uno a otro se calientan;
pero uno solo, ¿cómo entrará en calor?
Uno solo puede ser vencido, pero dos podrán resistir:
la cuerda de tres hilos no se rompe fácilmente.

Como una cuerda de tres hilos, en mi sueño todos fuimos transformados y fortalecidos. Unos por la mano amiga que necesitaban, otros por la mano que necesitábamos tender al otro… Juntos, convertimos un mundo de náufragos y soledades en un mundo donde el pan alcanzó para todos. Un mundo donde el corazón, dormido hasta ahora bajo el peso del egoísmo, despierta y arde con el fuego del amor.

Es este otro de los símbolos que me gustan en la pintura: las tres llamas que arden en el candelero. El Espíritu Santo es ese fuego que arde en el corazón de los discípulos, y que ardió en el mío para transformarlo y levantarme de la orilla y hacerme a la mar. Siempre me ha gustado esta manera de representar al Espíritu de Dios, pues el fuego asciende; no se conforma con estar a ras del suelo, busca elevarse hacia el cielo. Si Jesús es Dios con nosotros, el Espíritu Santo es Dios en nosotros: es Dios que ha puesto su morada en nosotros, y desde nosotros actúa; es la práctica del amor, es el ágape, el partir del pan, el romperse el yo y darse a los demás. Cuando el Espíritu arde en el corazón de una persona, ésta no puede contenerse; se levantará de su silla y amará con todo su ser, pues se ha transformado en un templo de puertas abiertas en el que Dios actúa con libertad.

Y cuando esto pasa, esa persona es el ser más feliz del mundo.

*

Si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra para pedir cualquier cosa, mi Padre del cielo se la concederá. Porque donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, yo estoy allí, en medio de ellos.

*

El mago dejó de sentir frío, gracias a que la tejedora pudo hacer lo que la hacía feliz; el pastor fue feliz con sus ovejas, y con los besos de la tejedora; y el mago, ya sin frío, fue feliz leyendo la poesía que había escrita en las estrellas.

*

-Ya no estoy en el mundo –dijiste al Padre, aquella noche en que partiste el pan con tus discípulos-, mientras que ellos están en el mundo; yo voy hacia ti, Padre Santo, cuida en tu nombre a los que me diste, para que sean uno como nosotros

*

El desierto no es un asunto solitario. El desierto no es un sitio donde vas para olvidarte de todos, y estar a solas contigo mismo y con Dios.

El desierto no es un trozo de pan para adornar el centro de la mesa y ser la morada de las moscas.

El desierto es ese sitio en el alma donde te encuentras en la intimidad con Dios y contigo mismo… para descubrir la intimidad con el otro, y ser uno con él y con Dios. Y contigo mismo.

El desierto es un trozo de pan que se parte, y se comparte. Ese pan, que se parte a trozos y alcanza para todos, es el Dios que ha puesto su morada en tu corazón y en el del otro; y en el mío, y en el de una tejedora y el pastor que se enamoró de ella, y el mago que un día se olvidó de las estrellas y se enamoró de Dios.

Para que seamos uno, como el Padre y el Hijo.

Como tú y yo.



Oseas 2, 16.
Lucas 24, 30-32.
Eclesiastés 4, 9-12.
Mateo 18, 19-20.
Juan 17, 11.

Ilustración de la isla y el mar: Ana Trejos. 2014.

Pintura: Descanso en el Camino (Burgos).
Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2012.

Pintura: Santa Cena.
Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 1976.

Mi nombre es adâmah


I

Mi nombre es Adán.

Mi nombre es el nombre de todos los hombres. Pues Adán no es el nombre de uno; es el nombre de todos, es el nombre de toda la humanidad.

Mi nombre es Eva. Es el nombre de todas las mujeres, y de todos los varones capaces de dar vida. Eva es el nombre de la vida. Eva es el nombre de Adán cuando es capaz de dar vida.


II

Mi nombre es âdam.

Es el nombre de la tierra. Âdam es el nombre que ha sido engendrado por adâmah. Es el nombre de la tierra, del barro, del que Dios ha moldeado la vida.

Yo soy la tierra.

Mi nombre es adamá.


III

Yo soy la tierra.

Cuando yo no existía, la tierra estaba desierta. No había aún matorrales, ni brotaba hierba en el campo, ni caía la lluvia del cielo.

Yo soy la hierba que Dios moldeó del barro. Yo soy la vida que Dios hizo brotar de las arenas del desierto.

Mi nombre es vida.


IV

Yo soy la obra de tus manos. Yo soy la tierra que tomaste del suelo, para darle la forma que había en la poesía de tu espíritu.

Yo soy la poesía que hiciste brotar de las palabras; la canción que hiciste brotar del ruido; la pintura que hiciste brotar del muro; yo soy la vida que levantaste del suelo.

Mi nombre es adâmah.


V

Mi nombre es tierra. Mi nombre es barro. Es polvo y humedad, es esperanza, es vida. Con tus manos me separaste del suelo y me diste el ser.

Yo soy la tierra a la que diste forma. Lo que soy vino de la serena imaginación de tus manos. Entonces acercaste mi rostro al tuyo, sosteniendo con cuidado mi cabeza; acercaste tus labios a mi nariz, e insuflaste en mi pecho mi primer aliento. Tu espíritu abandonó tu pecho, para hacer del mío su morada; mi corazón despertó al sentir tu presencia, al sentir el aliento de tu espíritu; mi sangre, con ese color rojizo que tiene la tierra de la que me moldeaste, echó a correr por todo mi cuerpo y dibujó la vida por debajo de toda mi piel. Mis ojos se iluminaron con la luz de tu mirada.

Así me hiciste del barro, y me diste la vida. Mi nombre es vida.

Mi nombre es barro.


VI

Hiciste brotar de la tierra los árboles más hermosos.

Mi nombre es tierra. De mi tierra tienes el arte de hacer brotar un jardín. Tu nombre es vida. Tornas el barro en belleza.

El árbol se preguntó: ¿qué hago yo aquí, en soledad…?

Por eso hiciste brotar el fruto del árbol. Y en el fruto escondiste la semilla. Por eso enviaste el ave del cielo, que tomó el fruto y dejó caer la semilla en su vuelo. La semilla cayó junto al árbol, y de la tierra brotó otro árbol. Cada fruto era un árbol que volaba por el cielo en el pico de un ave, y cada semilla que caía del cielo era como una lluvia de frutos que hacía brotar la vida por doquier. Creaste un jardín para mí.

Me hiciste del barro, y me diste un jardín. Tu nombre es amor.


VII

Cuando estuve solo, me hiciste caer en un sueño profundo; cuando desperté, ya no estaba solo.

Por eso sé que a veces, cuando estoy dormido, cuando no me percato de lo que haces y no te distraigo con mis preguntas, es cuando más le das forma y aliento a mi barro.

Mi nombre es tierra, tu nombre es vida.


VIII

Mi nombre es adâmah… Mi nombre es tierra.

Un día decidí no escucharte más. Ese día preferí escuchar la voz que se arrastra por la tierra.

La voz que se desliza a ras del suelo, no tiene nada que decir. Por eso está a ras del suelo. Sus palabras no son como la hierba que brota feliz del campo; sus palabras son como las piedras, que sin vida se hunden en el campo. Pero un día preferí escucharla, y ese día no quise escucharte más.

Cuando desperté, estaba solo.


IX

Mi nombre es desierto… Es el nombre que tomé del suelo, cuando el fruto de los árboles se había secado y los árboles habían caído y habían vuelto al barro.

Entonces, mientras caminaba, recordé las palabras del profeta:

¿Dónde está el Señor,
que nos hizo subir de la tierra de Egipto,
y nos condujo por el desierto,
por tierra de estepas y barrancos,
tierra árida y tenebrosa,
tierra donde no pasa nadie
ni habita hombre alguno?


X

Pero mi nombre siempre será adâmah. Yo soy la tierra, yo soy el barro del que haces brotar la vida. Soy la tierra que se ha convertido en un desierto, es verdad… pero antes de que me crearas, la tierra era también un desierto; tal como soy yo ahora. Yo soy la tierra en la que no hay matorrales, en la que no brota la hierba, sobre la que no cae la lluvia; pero tú eres mi Dios, y tu espíritu puede enviar la lluvia sobre mi desierto, y hacer brotar la hierba y los árboles con sus frutos.

Yo soy la tierra llena de estepas y barrancos, en los que yo mismo caigo y tropiezo en mi andar; yo soy la tierra árida y tenebrosa, donde brotan sombras en vez de frutos; yo soy la tierra donde nadie pasa ni habita, pero de una tierra así hiciste brotar la vida.


XI

Me hiciste de un desierto. Yo era tierra seca, y tú mismo fuiste el manantial que me tornó en barro; tú mismo hundiste entonces tus dedos en el suelo, y tomaste el barro y me diste forma, y me diste tu aliento y viste cómo la vida brotaba de mi barro, que serenamente sostenías en tus manos. Tú mismo, alfarero enamorado de su oficio, tornaste mi desierto en vida…

¡Tú mismo, jardinero enamorado de su oficio, hiciste brotar de mi tierra el jardín más bello!


XII

Esto es lo que he descubierto en el desierto, mientras camino por entre sus estepas y sus barrancos. Yo soy el desierto. Si detengo mi andar y me siento en la arena, y busco en mi mochila y saco mi libreta y reviso mis apuntes, y repaso lo que en estos días he comprendido… ¡yo soy el desierto! Pero mi nombre es adâmah, y soy desierto que se torna barro y vida cuando llega a tus manos.

Por eso seguiré andando, hasta llegar a tus manos.

Pues son tus manos las manos de un alfarero, y de un jardinero; enamoradas –esas manos- de su oficio. Buscaré en este desierto que soy, hasta hallar en mí ese barro del que puedes hacer de nuevo una bella creación.


XIII

El desierto es ese sitio en que todo comenzó. Y es el sitio donde todo puede comenzar de nuevo.

El desierto es ese sitio que existe en lo más oculto de mi ser; donde no llega el ruido que abunda en mis afueras. Entrar en el desierto ha sido entrar en lo que verdaderamente soy, más allá de mis máscaras. Aquí dentro no hay absolutamente nada… por eso el desierto es lo que soy. Aquí me encuentro con el niño que fui alguna vez, y que el mundo tomó en sus manos y moldeó a su imagen y semejanza; aquí me encuentro con ese niño que es aún de barro, y que puede ser moldeado ahora por el amor de tus manos. Aquí, en el desierto, vuelvo a ser la tierra, la adâmah de la que puedes hacer brotar un jardín fértil; un paraíso.

Entrar en el desierto es entrar de nuevo al día de la creación.

Por eso, es el mejor sitio para reencontrarse contigo; y conmigo mismo.


XIV

Mi nombre es adâmah; mi nombre es tierra.

Yo soy la tierra.

Tú eres mi alfarero, mi jardinero, mi Dios.

Toma mi desierto, y tórnalo en barro; toma mi barro, tórnalo en hombre.

Hazme brotar del suelo como un árbol y desplegar mis ramas hacia lo alto, y ver a las aves llevar mis frutos a lo lejos.


Yo soy la tierra…

Soy el peregrino que camina dentro de mí, buscando florecer de nuevo…


Mi nombre es adamá.



Génesis 2,4 – 3,24. Jeremías 2,6; 18,1-6.

Pintura: Salida de Burgos. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2013. 


Capítulo siguiente

Vídeos


Fotografía: Ana Trejos en el Camino de Santiago. Del libro “Camino Sanabrés”, de Pepe Sandoval.


VÍDEOS: 


La voz


Y si estoy cansado de gritarte
es que solo quiero despertarte…

Charly García


¿Qué hago yo aquí?, me pregunté en el desierto.

En el desierto no hay nada. Está desierto.

Y de tan desierto, no había quién me respondiera. Sólo estaba yo.


Por eso escuché la voz. Es un clamor en el desierto, un grito en el silencio del alma. Es una voz que sólo se puede escuchar cuando el silencio es total y el desierto lo es también. Cuando todo calla, cuando calla por fin la muchedumbre que no nos deja respirar, clama la voz desde lo oculto, desde lo íntimo del ser.

Y la voz me gritaba, en silencio:

Prepara el camino del Señor,
endereza sus sendas.
Que todo barranco sea rellenado,
que todo monte y colina se abaje;
que lo tortuoso se haga recto
y lo escabroso se allane,
y vean todos la salvación de Dios.


La costumbre de “preparar el camino” era común en tiempos de Jesús, igual que lo había sido en tiempos del Antiguo Testamento. Muchos pueblos antiguos preparaban el camino para la llegada de un rey o un dios. Era particularmente importante la reparación del camino en sí: cuanto más llano fuese y menos huecos y montículos tuviese, tanto mejor. Nadie quería que su rey (o su dios) llegase maltratado y sin ganas de sentarse en el trono, luego de un viaje accidentado por una carretera llena de montes y abismos.


Cuando Juan Bautista clama en el desierto, gritando “preparen el camino del Señor”, alude a esta costumbre, refiriéndola a la venida de Jesús.

Esa voz que grita en el desierto, es la voz que grita hoy en mi alma. Cuando dejé las ciudades atrás, cuando dejé atrás el ruido de las calles y el hedor de los edificios y de las alcantarillas, y entré en el silencio de mi propio desierto, lejos de todo y lejos de todos y a solas con mi ser, esta voz es la que ha salido a mi encuentro. Al principio es un balbuceo lejano, cuyas palabras no comprendo; el desierto está lleno de montes y abismos, como un árido laberinto en cuyos vericuetos se pierde el clamor. Pero de andar y andar, a solas con mi silencio, poco a poco voy habituándome al aliento del desierto; las palabras se hacen más y más perceptibles, hasta que me obligan a detenerme y caer en la arena, cerrar los ojos y prestar atención a la brisa, a las lejanías, a la desolación. Y es entonces –solo entonces- cuando consigo por fin escuchar la voz.

La voz me dice, prepara el camino. Pues he venido al desierto precisamente para encontrarme con Dios. Como dije en otro texto, con el Dios que habita en el alma, y el alma que habita en Dios. La voz me dice que prepare el camino para mi encuentro con Dios. Contigo.

Y pongo manos a la obra. Trato de preparar el camino, de enderezar la senda. Pues la senda está torcida. Mis pies, criados en las grandes ciudades, están acostumbrados a lo torcido. Las ciudades tienen calles rectas, para disimular todo lo torcido que esconden bajo el asfalto y detrás de las paredes. Mis pies se han acostumbrado a esas alcantarillas oscuras, y a esos pasillos y escaleras que nunca terminan y nunca llevan a ningún sitio, ni sacan a nadie de ningún lugar. Mis ojos se han acostumbrado a las ventanas que dan a un muro, o a otra ventana donde alguien mira buscando la libertad, pero que no consigue otra cosa que ver a alguien más que mira también buscando. Mis oídos se han acostumbrado a escuchar detrás de las paredes, donde las palabras se tuercen y las frases dicen una cosa para decir otra. Mis manos se han acostumbrado a tantear en la oscuridad, caminando sendas de sombras que pretenden ser rectas pero se retuercen sobre sí mismas, hallando puertas que al abrirlas dejan caer sobre mí más sombras.

Por eso hoy escucho mi voz, que me dice: prepara el camino del Señor, endereza tus sendas.

Y cierro aún más los ojos, y aprieto aún más la arena, como quien quiere aferrar en ella al silencio del desierto; y continúa la voz: ¡Que todo barranco sea rellenado, que todo monte y colina se abaje! ¡Que lo tortuoso se haga recto y lo escabroso se allane! Y, conforme escucho, comprendo cómo es ese camino que me pides preparar para ti.


Cuando Juan gritaba en el desierto, la multitud de gente le preguntaba:

-¿Qué debemos hacer?

Y Juan respondía:

-El que tenga dos túnicas, dé una al que no tiene; otro tanto el que tenga comida.

Entonces vi al pobre como un barranco, como un abismo que se hundía en la arena; y vi al rico a su lado, como una montaña de túnicas de todos los colores y costuras, que alcanzaba el cielo. Vi al hambriento como un hueco en la tierra, doloroso como el agujero de su estómago; y a su lado una montaña de comida que alcanzaba el cielo.

Y comprendí por qué la voz dice, finalmente, y verán todos la salvación de Dios. Comprendí cómo tantas cosas que acumulo se van convirtiendo en montañas, como edificios que me encierran y me impiden ver. Como un prisionero de su propia comida y sus propias túnicas, incapaz de escuchar la voz de los desnudos y hambrientos que claman desde sus afueras, tratando de sacarlo de allí, de rescatarlo de su doloroso egoísmo y devolverlo a la vida.

Fueron también algunos recaudadores de impuestos y preguntaron a Juan:

-¿Qué debemos hacer?

Y Juan les respondió:

-No exijan más de lo que está ordenado.

Y también los soldados romanos le preguntaban:

-Y nosotros, ¿qué debemos hacer?

Les contestó:

-No maltraten ni denuncien a nadie, y conténtense con su sueldo.

Esos son los barrancos que deben ser rellenados, los montes que deben ser abajados; esos son los senderos tortuosos que deben hacerse rectos y los terrenos escabrosos que deben allanarse. Ese es el camino que puedo preparar a Dios.


Entrar en el desierto es alejarme de todo lo que no soy; para encontrarme con lo que soy.

Cuando he entrado en el desierto, su silencio me permite escuchar la voz que grita dentro de mí. Grita, porque necesita -¡con urgencia!- que Dios entre también en el desierto; para encontrarnos los dos.

Si escucho esa voz con atención, mi voz, puedo preparar el camino; puedo nivelar mi alma.

Enderezar mis sendas torcidas, enseñar a mis pies una nueva forma de caminar, para no andar dando tumbos en las afueras de mi alma.

Rellenar los barrancos, abajar los montes y colinas; abajar todas esas montañas que he creado con mi egoísmo, montañas de túnicas y banquetes, de oro que pesa como plomo y plomo que parece oro; desmantelar esos muros, y rellenar los abismos que sin darme cuenta he creado en la vida de las personas que me rodean. Devolver lo que he robado. No exigir más de lo que me corresponde, y contentarme con ello… Nivelar el alma.

Rectificar lo tortuoso, allanar lo escabroso; poder mirar a los ojos con ojos de niño, y saber ver en ti los ojos de un niño; poder andar tomados de la mano, y abrazarnos solo porque nos gusta, y sonreír porque tenemos ganas, y llorar si hace falta. Correr juntos por el jardín, pues para eso hemos sido creados. No ser más un alma tortuosa y escabrosa, llena de pasillos confusos, sombras y piedras de tropiezo, engaños y mentiras… Poder levantar la mirada y reír a pierna suelta, y sentir en la garganta esa emoción de simplemente estar vivo. Creer, eso es, creer en un mundo sin abismos ni montañas, un mundo donde decir te amo sea tan sencillo como lo es jugar para un niño, pues si Dios es amor, decir te amo no debería ser tan complicado…

Un mundo donde nadie está por encima ni por debajo de su hermano, es un mundo donde todos veríamos a Dios

Pues no habría montañas ni abismos que nos impidan verlo.


Lucas 3, 3-14.

Pintura: Hojas en otoño. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2005.  

Fotografías: Ana Trejos, en algún sitio del Camino de Santiago. 2011.