Quien ama, corre y vuela


Estábamos el pastor, el mago y yo sentados en el borde del camino, esperando la salida del sol. Siempre es bello ver cómo la noche se entreteje con la luz del día, hilo a hilo. Pero aún faltaba un rato, aún estaba oscuro; mientras tanto, charlábamos sobre cosas sin importancia, de esas que hacen importantes a los amigos.

Entonces, de pronto, pasó una mujer corriendo por el camino, con tal rapidez que apenas pudimos distinguir su silueta entre las sombras.

-¿Era una mujer… o un ángel? –preguntó el mago.

-Una mujer –respondió el pastor-. Pero, a juzgar por la velocidad que llevaba, diría yo que viene de ver un ángel…

Un rato después pasó frente a nosotros, también a toda prisa, un hombre. Detrás de él iba otro, de mayor edad y mayor dureza en la pinta, tratando de alcanzarle. Iban en dirección contraria a la que llevaba la mujer que habíamos visto hacía un rato.

-¿De qué se trata todo esto? –pregunté-. ¿Nos hemos perdido de algo?

Y, puestos a conversar, lo hicimos sobre la gente que corre en la Biblia. No de todos, pues hay quienes corren porque huyen, o por malas prisas; pero los hay también que corren por amor, y de esos eran los que habían pasado a tanta velocidad frente a nosotros.

El mago, más disciplinado que nosotros dos a la hora de ir guardando en su mochila los textos que iba encontrando en los senderos bíblicos, nos contó de algunas personas que había conocido y que, con amorosa prisa, por poco no lo habían derribado por el suelo en su paso.


El joven rico (Marcos 10, 17-22)

-Este muchacho –nos decía el mago- corrió un día hacia Jesús, apenas le vio pasar por el camino; pero poco le duró la prisa. Se marchó al final triste y cabizbajo, cuando Jesús le dijo que el tesoro en el cielo se gana a costa de renunciar al tesoro en la tierra.

-No estaría tan enamorado, entonces… -comenté.

-Lo estaba. Pero de sus riquezas. Ese amor te puede hacer correr por un minuto o dos, pero no por más que eso. Pronto tendrás tanto peso en los bolsillos, que no conseguirás ni siquiera levantarte de la silla.


Zaqueo (Lucas 19, 1-10)

-Este también era rico… pero sus carreras tuvieron un mejor final. Como todos los hombres pequeños, era inquieto como un niño; y por eso este episodio está lleno de prisas, brincos y alegrías. Cuando ve el gentío que acompaña a Jesús cuando éste entra en la ciudad, Zaqueo corre y trepa en un árbol para poder verle; cuando Jesús pasa y le mira, también se contagia de su prisa, pues le pide bajar pronto del árbol para hospedarle en su casa; entonces se apea rápidamente Zaqueo del árbol y, muy contento, le da hospedaje. Cuando todos murmuran de Jesús por haber entrado en casa de un pecador, Zaqueo no tarda en ponerse en pie, y retribuye a los pobres el dinero que como buen recaudador de impuestos les ha robado.

Esto es lo que pasa cuando te enamoras. Nadie puede mantenerte quieto ni sentado, ni con los pies en la tierra.


El padre del hijo pródigo (Lucas 15, 20)

-Y es que estas prisas son contagiosas. El mismo Dios, cuando ve venir –aún de lejos- al hijo que se había perdido, corre y se le echa al cuello y le colma de besos.

Todo el capítulo 15 del evangelio de Lucas, de hecho, está lleno de esta amorosa prisa. El pastor que deja su rebaño para ir en busca de la oveja perdida, y al encontrarla se la echa a los hombros contento y llama a amigos y vecinos, para que se alegren con él… La mujer que, al hallar la moneda que se le había perdido, llama a sus amigas y vecinas para que se alegren con ella… Y el padre del hijo pródigo, que corre presuroso a recibirle… estas tres parábolas están llenas de esos desvelos y carreras por amor que lo sacan a uno de su sitio para levantarlo del suelo y lanzarlo de lleno al abrazo y el beso de la gente.


Los discípulos de Emaús (Lucas 24, 33)

-También estos dos hombres, antes cabizbajos y afligidos por la muerte de Jesús, se levantan con prisa apenas le reconocen vivo y presente en su mesa, al partir el pan; y regresan emocionados con los otros discípulos, para contarles la noticia.


María, hermana de Marta y Lázaro (Juan 11, 29)

-Y finalmente, esta mujer. Siempre pienso en ella como aparece en el capítulo 10 de Lucas, sentada a los pies de Jesús y escuchándole, perdida en el amor de sus palabras. En otra ocasión, cuando su hermano había muerto, apenas escucha que su hermana le dice “el Maestro está aquí y te llama”, se levanta rápidamente y corre hacia Él. Y, al verle, cae a sus pies… ¡ojalá tuviese yo tanto amor en mis pies, como el que tengo en mi cabeza!

Pues, en efecto, el mago había aprendido a amar más con la lenta serenidad de las estrellas en el firmamento, que con la prisa de los pastores.

-Los pastores… menos yo –lamentó el pastor-. ¿Qué hago yo aquí sentado, esperando con ustedes la salida del sol? Mis compañeros, apenas recibieron de los ángeles del cielo la noticia del nacimiento del Salvador, corrieron a Belén y hallaron a María con el niño en el pesebre… ¡y yo, perdido aquí, en este laberinto de las infinitas páginas de la Biblia!

-Supongo que Dios se manifiesta de maneras muy distintas, según la necesidad de cada persona –respondió el mago-. Ya llegará nuestro momento de correr…


Mientras conversaban, yo pensaba en la madre de Jesús. También ella había corrido. Cuando María recibió la visita del ángel Gabriel para anunciarle que sería la madre del Salvador, apenas el ángel la dejó y se fue se levantó ella y fue presurosa a la casa de Isabel, quien ya estaba embarazada de seis meses. El niño que llevaba en su vientre, que no sería otro que Juan Bautista, también quiso echar a correr y lanzarse a los brazos del niño que venía en el vientre de María; y como no halló por donde salir, salió por la boca de Isabel, lleno de gozo, en forma de hermosas palabras.

¡Qué bella es la prisa del que ama! Quien ama, corre y vuela, decía Tomás de Kempis… Y como escribió Isaías: ¡qué hermosos son sobre los montes los pies del mensajero que anuncia la paz, que trae la buena noticia! Aún los muchachos se cansan –dice Isaías algunos capítulos atrás-, se fatigan, los jóvenes tropiezan y vacilan; pero los que esperan en el Señor renuevan sus fuerzas, echan alas como las águilas, corren sin cansarse, marchan sin fatigarse… ¡alas, como las águilas! ¡Vuela y corre, quien ama!

Y así transcurrió aquella noche, conversando sobre los enamorados que incansablemente corren por las páginas de la Biblia. Pero, de todos ellos, llega siempre el primero aquel hombre que había pasado a toda prisa frente a nosotros, y que no es otro que el discípulo que tanto amó Jesús; tanto se amaban que antes de morir, fue a él a quien Jesús pidió que permaneciera junto a su madre, y que la llevara con él a su casa; tanto era el amor de este discípulo, que permaneció junto a la cruz con su amigo y le vio morir, y vio la lanza atravesar su costado, y vio de éste brotar sangre y agua, vida que brota abundante de la inagotable fuente del amor.

Es imposible no echar a correr cuando se ama tanto. Quien ama, tiene prisa por llegar al amado. Es por eso que tan enamorada canta la esposa en el Cantar de los Cantares:

¡Bésame con besos de tu boca!
   ¡Son tus amores mejores que el vino!
¡Qué exquisito el olor de tus perfumes;
   aroma que se expande es tu nombre,
   por eso se enamoran de ti las doncellas!
Llévame contigo, ¡corramos!,
   ¡introdúceme, oh rey, en la alcoba;
   disfrutemos y gocemos juntos,
   saboreemos tus amores embriagadores!
   ¡Con razón de ti se enamoran!

Con ese gozo corre el discípulo amado, el alma enamorada (diría San Juan de la Cruz), corre así el alma enamorada en busca del Dios amado, tan amado, ¡cómo no echar a correr! ¡Cómo no echar a volar! Con tal gozo corría el alma enamorada, cuando llegara María Magdalena a contarle del sepulcro vacío… ¡Con tal gozo, que ni el mismo Pedro pudo darle alcance!


Buscando mis amores
iré por esos montes y riberas;
ni cogeré las flores,
ni temeré las fieras,
y pasaré los fuertes y fronteras.

San Juan de la Cruz


Juan 20,1-4. Lucas 1,39; 2,16. Isaías 40,31; 52,7.
Cantar de los Cantares 1, 2-4.

Pintura: Gaviota. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2006.

Cosas buenas


La mochila del peregrino se parece al corazón de la madre de Jesús: en él, ella conserva lo que va encontrando en su camino. Cuando, por ejemplo, los pastores encontraron al niño acostado en el pesebre, María tuvo el cuidado de guardar en su corazón todo lo que ellos dijeron al llegar –pues lo que los pastores traían no era poca cosa: era nada menos que palabras de ángeles. Lo mismo pudo ocurrir con los magos, que llegaron y, al ver al niño con su madre, abrieron sus tesoros y le ofrecieron regalos; quizá conservó María también en su corazón esos dones de origen tan exótico y lejano.

Después de todo, el corazón de la madre de Jesús se parece a la mochila de un peregrino… en ella, el peregrino conserva las cosas buenas que va encontrando en su camino.

También se parece, el corazón de María, a una tierra fértil en que toda semilla que cae da buen fruto.

Una tarde, mientras caminaba sin rumbo fijo por las páginas de la Biblia, fui a dar al relato de la Creación; traté de andar con cuidado y no hacer ruido, pues cuando llegué era el séptimo día y el niño dormía; no quería despertarlo.

Vi entonces una puerta, y me acerqué y llamé. Así conocí a una mujer que conservaba en su casa las cosas buenas de la Creación. Me invitó a pasar y me mostró su colección de cosas buenas; conforme me las mostraba, mi corazón ardía con emoción cada vez mayor.

Entonces escribí este poema:


Cuando todo estaba oscuro, me diste una luz.
  Entonces vi que no tenía dónde apoyar el pie;
    y temí que me hundiría en las aguas.

Me diste la tierra.
  En ella apoyé el pie,
    y me salvé del abismo.

Estaba descalzo.
  Me diste el pasto.
    Pude caminar.

Tuve hambre.
  Me diste una semilla.

Me habías dado la tierra.
  Yo le di la semilla.
    Y tuve un árbol.

El árbol me dio sus frutos.
  Y me salvé del hambre.

Tuve frío.
  Me diste el sol.

Tuve sueño.
  Me diste la luna.
    Entonces me quedé dormido,
      y pude soñar.

El sol se enamoró de la luna
  y la luna del sol.
    Así, todas las noches ella corría tras él;
      y todos los días él corría tras ella.
        Me diste el tiempo.

Pasó el tiempo.
  Me sentí solo.
    Entonces llenaste mi vida…
      de vida.

Y la vida corrió libre por el campo
  y chapoteó contenta por las aguas
    y voló feliz hacia las estrellas.

Y viste todo lo que habías hecho.
  Y todo era muy bueno.


Nunca, en mis posteriores andaduras, volví a encontrar aquella puerta, ni mucho menos a aquella mujer; pero de alguna manera su recuerdo ha permanecido en mi pecho como una semilla que permanece en la tierra. Y, si alguna vez he conseguido ser tierra fértil, el recuerdo ha florecido y ha dado algún fruto.

La Biblia comienza –en su primer párrafo- diciendo que el Espíritu de Dios se movía sobre la superficie de las aguas. Pocos versículos después, en el tercer día de la Creación, Dios separa esas aguas de la tierra, y llena ésta de hierba verde que engendra semilla y árboles que dan fruto. Es decir, tierra fértil.

A menudo visito estas primeras páginas de la Biblia. Me gusta sentarme en el borde más alto del capítulo 1, como si yo mismo fuese un inesperado versículo 32 sentado allá arriba y con los pies al aire; y descalzo me gusta sentir esa brisa en mis pies, la caricia de las hojas más altas de los árboles, el roce de las alas de los pájaros en mis dedos, las gotas de agua salpicarme la piel cuando los grandes cetáceos brincan sobre las nubes y vuelven a caer en el mar. En esos momentos me siento el niño más pequeño y feliz, y vienen a mi memoria los versículos del capítulo 8 de Proverbios:

Yo estaba junto a Él, como confidente,
yo estaba disfrutando cada día,
jugando todo el tiempo en su presencia,
jugando con el mundo creado,
disfrutando con los hombres.

Y cuando veo al Espíritu de Dios aletear sobre las aguas, cuando veo ese aliento de vida que Dios sopló en mi nariz cuando yo no era más que barro para darme el primer respiro, cuando veo ese aliento deslizarse sobre el mar en busca de esa tierra fértil en la que insuflar la incontenible fuerza de la vida, pienso también en la madre de Jesús; pienso en esa muchacha escondida en la aldea más recóndita de Israel, cuya virginidad era un aroma que ascendía al cielo llenándolo con el exquisito perfume de la fertilidad.

Sospecho que Dios siempre anda volando por encima de nuestras aguas; de nuestros abismos, tormentas y naufragios.
Sospecho que Dios aprovecha cualquier isla, cualquier terreno fértil y virginal en nuestras aguas, para posarse sobre nosotros y darnos vida.
Sospecho que su Palabra es como una semilla que anda buscando siempre esa tierra en que caer, brotar y crecer a gusto.

Sospecho que el instante de la Creación se parece mucho a ese instante en que el Espíritu de Dios se enamoró, y bajó sobre aquella muchacha de Nazaret.

Y que en su vientre se ocultó, y brotó, y creció a gusto.

Y creo que en Belén, en una gruta, hay un niño que duerme; hay un Dios que se ha quedado dormido, feliz por todas esas cosas buenas que ha creado.

Y vio Dios todo lo que había hecho.
Y vio que todo era muy bueno.


Lucas 2. Mateo 2. Génesis 1-2. Proverbios 8, 30-31.

Pintura: Jardín en San José de la Montaña. Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2007.
(Nota: esta pintura, como algunas de las que aparecerán en este blog, no pertenece a la serie “Camino de Santiago”; la he elegido pues ilustra a la perfección el texto).


María de Nazaret

Escribí este texto algunas semanas antes de escribir “Cosas buenas”; antes, incluso, de iniciar el proyecto “Guía del camino para magos y pastores”. Sin embargo, me pareció bueno incluirlo aquí como un complemento; de todas maneras, cuando lo escribí ya rondaba en mi cabeza la idea de un mago y un pastor en busca del niño nacido en Belén.


El anuncio del nacimiento de Jesús se encuentra en Lucas 1,26-38, y comienza de la siguiente manera:

El sexto mes envió Dios al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret, a una virgen prometida a un hombre llamado José, de la familia de David; la virgen se llamaba María.

Nazaret. ¿Qué hace un ángel de Dios en un sitio como este? Veamos la descripción que de este pueblo hace José Luis Martín Descalzo en su libro “Vida y misterio de Jesús de Nazaret”:

“Nazaret era sólo un poblacho escondido en la hondonada… Un poblacho del que nada sabríamos si en él no se hubieran encontrado este ángel y esta muchacha. El antiguo testamento ni siquiera menciona su nombre… ¿Qué habría que decir de aquellas cincuenta casas agrupadas en torno a una fuente y cuya única razón de existir era la de servir de descanso y alimento a las caravanas que cruzaban hacia el norte y buscaban agua para sus cabalgaduras? ¿De Nazaret puede salir algo bueno? (Jn 1,46), preguntará un personaje evangélico cuando alguien pronuncie, años después, ese nombre. Las riñas y trifulcas –tan frecuentes en los pozos donde se juntan caravanas y extraños- era lo único que la fama unía al nombre de Nazaret. Y no tenían mejor fama las mujeres del pueblo: A quien Dios castiga –rezaba un adagio de la época- le da por mujer una nazaretana”.

¿Qué se le había perdido a Dios en un sitio así, ciento cincuenta kilómetros al norte de Jerusalén? Y, sin embargo, por aquí anduvo el ángel. ¿Qué buscaba? Si Dios estaba buscando una puerta para entrar a la humanidad, ¿por qué no en Jerusalén, ciudad santa? ¿No sería eso lo más lógico? ¿Por qué en una aldea lejana, insignificante y de mala fama?

Eso son dos preguntas: qué buscaba, y por qué aquí. La primera, me gusta como la responde San Juan de la Cruz en su Romance sobre el evangelio “In principio erat Verbum”, acerca de la Santísima Trinidad; en este bello romance, cuando el Padre conversa en el Cielo con el Hijo sobre la conveniencia de bajar a la tierra, el Hijo responde:

Iré a buscar a mi esposa,
y sobre mí tomaría
sus fatigas y trabajos,
en que tanto padecía;
y por que ella vida tenga
yo por ella moriría,
y sacándola de el lago,
a ti te la volvería.

Para responder a la segunda pregunta, también me haré eco en un romance antiguo:

Nos dicen las profecías
que cumplidas las edades
en la ciudad de Belén
una virgen será madre.

Una virgen será madre,
una virgen será madre,
en la ciudad de Belén
y cumplidas las edades.

En efecto, la virgen sería madre en Belén, pero todo comenzaría en Nazaret, donde recibiría el anuncio del ángel y concebiría en su seno, por obra y gracia del Espíritu Santo. Una virgen será madre. ¿Tiene alguna relación la virginidad que buscaba Dios para hacerse hombre y habitar entre nosotros, con la aldea de Nazaret?

La palabra “virgen”, parthenos en el original griego del evangelio, es la que usan los evangelistas para traducir la palabra hebrea almah. En su contexto original, esta era la palabra más adecuada (y posiblemente la única) para describir a una mujer soltera. En su sentido más literal, se refiere a una mujer “sin esposo”; dicho de otra manera: una mujer disponible en matrimonio. Hoy día, tras infinitas vueltas de tuerca que los siglos han dado a la cultura, relacionamos la palabra virgen más con un asunto de pureza sexual que con el sentido que originalmente tiene. ¿Por qué Dios, que busca bajar a la tierra para recuperar a su esposa perdida, elige a una virgen? Precisamente por eso: porque ella está sin esposo, soltera, dispuesta. He aquí la esclava del Señor: la virgen está totalmente disponible para Dios. Con ella, Dios no tiene competencia. El de María es un sí absoluto, incondicional, que no depende de nada. María no está casada con el dinero, ni con el poder, ni con otros dioses. Por esto está totalmente disponible. Y por eso Dios la busca a ella, aunque tenga que buscarla en el sitio más recóndito.

Siempre pienso en la virgen María como la tierra fértil. En la parábola del sembrador (Marcos 4,1-20), Jesús compara su Palabra con una semilla, que puede caer en cuatro tipos distintos de tierra. A veces la semilla cae junto al camino, donde vienen las aves y se la comen; otras veces cae en terreno pedregoso y con poca tierra, donde brota enseguida pero rápidamente se marchita y se seca, por falta de raíz; otras más, cae entre espinos, donde éstos crecen y la ahogan. María no es como estos tres primeros tipos de tierra infértil: María es tierra virgen, fértil, disponible para la semilla, donde la semilla brota, crece y da fruto.

Es esta disponibilidad virginal de María, ese sí incondicional, lo que la convierte en tierra fértil para que Dios pueda “brotar, crecer y dar fruto” en nosotros. En María, la semilla de Dios simplemente florece a gusto. No se conoce con certeza el significado etimológico del nombre María, pero se cree que significa amada. La virginidad de María consiste también en eso: se deja amar. En la tierra que se deja amar, florece el amor. La semilla brota a gusto en la tierra que se lo permite. Dios florece a gusto en la persona que se lo permite. Pero eso es algo que debemos entender: Dios entra a nuestra vida con la insignificante pequeñez de una semilla, incapaz de competir con las aves del camino, las piedras o los espinos. Cuando queremos recibir la semilla de Dios, pero también damos un espacio de nuestro terreno a esos otros dioses, simplemente Dios no florece. Ahogamos sus bendiciones, ahogamos todas esas cosas buenas que tiene para nosotros, pues nosotros mismos hemos decidido dejar que florezcan los espinos, que abunden las piedras y que las aves sobrevuelen nuestra cabeza y la llenen de ideas que luego se llevará el viento. Dios no florece tan rápido como las cosas de este mundo; Dios es más sereno que una piedra, que el vuelo de un ave o que el brote de los salvajes espinos.

Y esa es la semilla que el ángel vino a anunciar a María, que brotaría desde su seno virginal. La semilla tiene una característica que es esencial tener en cuenta: es solo la mitad de algo. Dice Alejandro Jodorowsky que una semilla es un cofre que porta un bosque… pero ese bosque, ese jardín lleno de frutos y bellos árboles, requiere también de una tierra fértil para germinar. Nada hace la semilla por sí sola, y nada hace la tierra fértil por sí sola. Ambas se necesitan. Dios, por más Dios que sea, necesita de la virgen, necesita de nosotros, de nuestra disponibilidad, para poder continuar su Creación; y nosotros, por más fértiles que pretendamos ser, necesitamos de esa semilla de Dios, pequeña y sencilla, para poder ver los frutos en nuestra vida.

En eso consistió la gran aventura del ángel, en busca de una esposa para Dios. ¿En Jerusalén? Imposible. Una mente lógica diría que Jerusalén era el lugar ideal para la venida de Dios al mundo, pues era la “ciudad santa”. Sin embargo, quizás fue precisamente esa etiqueta la que aplastó su fertilidad, su virginidad. Y no es que Dios no lo intentara; simplemente, hubo en Jerusalén demasiadas piedras, demasiados espinos, demasiadas aves sobrevolando sus cúpulas. Por eso, cuando Jesús se percata de que en ese sitio no podrá florecer su Palabra, exclama:

“¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los enviados, cuántas veces quise reunir a tus hijos como la gallina reúne a los pollitos bajo sus alas; y tú no quisiste! Por eso, la casa de ustedes quedará desierta. Les digo que no me verán hasta que digan: Bendito el que viene en nombre del Señor”. (Lucas 13,34-35)

Por eso envió Dios al ángel Gabriel a un pueblo de Galilea llamado Nazaret; a una virgen llamada María.

La barca de Noé


Por el cielo va la luna
con un niño de la mano.
Federico García Lorca


Cuando Dios decidió hacerse hombre, que no es lo mismo que vestirse de hombre, tuvo que olvidarse por un tiempo de que era Dios. Si se hubiese vestido de hombre no habría olvidado que era Dios, pues uno no olvida quién es cuando se viste de otro; pero Dios, en lugar de disfrazarse de hombre, se hizo hombre y tuvo que aprender con el tiempo –como los hombres- quién era realmente, y para qué había venido.

Locuras así, como esta de hacerse peregrino todo un Dios, y encima de tal manera, suelen ser posibles solo desde el amor, que es la mayor locura de todas; pero cuando se empieza a conocer a Dios hay que acostumbrarse a estas locuras. Dicen que Dios es capaz solo de amar, y que no sabe hacer ninguna otra cosa… y quien solo ama, es entonces capaz de todo. Por eso para Dios no hay nada imposible, pues para quien ama todo es posible. Cuando se ama se corre el riesgo de olvidarse quién es uno, y entregarlo todo; quien ama es capaz de abandonar todo lo que tiene, con tal de alcanzar aquello que ama.

Es quizá por eso que tuvo Dios el cuidado de enviar antes ángeles para dar instrucciones por aquí y por allá, pues por un tiempo iba a estar oculto en el vientre de una mujer. Ella misma, María, rebosante también de amorosa locura, había dado un sí a un tal Gabriel que llegó donde ella con la mochila a reventar de locuras provenientes del cielo; y su esposo José, en su momento, también fue puesto por un ángel al tanto de las locuras de Dios.

Andaban también ellos de peregrinos en Belén cuando estuvo Dios listo para venir al mundo. No halló Dios posada, como suele pasar a las locuras del amor; y fue a nacer –dicen- en una gruta, donde su madre lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre. José esperaría afuera de la gruta; no era permitido a los varones judíos estar presentes en un parto.

Así es como nace el amor. Andas lejos de tu tierra, terminas en el sitio equivocado, y cuando te quedas a solas, en la oscuridad, descubres a Dios en tu regazo.

No salió la noticia en los periódicos. Un ángel inquieto, seguido por muchos ángeles más, fue a anunciarlo a unos pastores en medio de la noche.

Y también de noche alzaron los magos la mirada hacia las estrellas, y leyeron en ellas el nacimiento de Jesús. También ellos dejaron atrás su tierra y marcharon en busca de esa gruta donde dormía en silencio, acostado en un pesebre, el amor.

Y el Verbo de Dios se hizo niño
y lloró entre nosotros, porque tenía hambre.

-La gran paradoja –dijo el mago- es tener que contar la historia de un Dios niño, con palabras inventadas por adultos.

Caminábamos junto al mar. Nos habíamos encontrado unas horas antes, y habíamos decidido perder el rumbo para charlar por las orillas sobre cosas de niños y universos.

Nos sentamos en una loma, de cara al horizonte marino. Una tormenta se acercaba. Una barca se hallaba encallada en la arena.

-¿Por qué un mago…? –le pregunté; hacía tiempo quería hacerle esa pregunta-. ¿Qué hace un mago en la Biblia? Después de todo, el Antiguo Testamento prohíbe rotundamente la magia…

-Subamos a bordo de esa barca –me dijo por respuesta; y remamos mar adentro.

Llovió durante cuarenta días con sus noches.

Y el mago me habló de Ur de los Caldeos, la tierra de la que salió Abrahán.

Hubo en Ur un diluvio, hace miles de años. No sabemos cómo fue, pero sabemos que las aguas cubrieron la tierra y ahogaron a casi todos sus habitantes, arrasando no solo con su vida sino también con su manera de vivir.

Cuando en el relato de la Creación se habla de que se reunieron las aguas en un solo lugar y apareció lo seco, podría referirse al origen de esa tierra que vio nacer a Abrahán. Al principio el valle del Éufrates no era más que un enorme pantano; conforme las aguas de los ríos fueron definiendo su cauce, aparecieron en la región fértiles islas en las que se asentaron las poblaciones.

Estos descubrimientos los debemos en gran parte al arqueólogo británico Leonard Woolley, cuyas excavaciones entre 1922 y 1934 arrojaron mucha luz sobre el misterio de los orígenes de estas tierras. En su excelente libro “Ur, la ciudad de los caldeos” concluye:

“El descubrimiento de la existencia de una inundación real que dio origen a las dos leyendas del Diluvio, la sumeria y la hebrea, no confirma desde luego ni un solo detalle de ninguna de ellas. Este diluvio no fue universal, sino simplemente un desastre local restringido al valle inferior del Tigris y el Éufrates, que afectó a una superficie de unos 650 kilómetros de largo y 150 kilómetros de ancho; mas para los habitantes del valle esto era todo el universo”.

Y es a esto a lo que el mago quería llegar, en su relato. Me dijo:

-El relato de Noé y el diluvio, lleno de hermosas enseñanzas de Dios, está construido sobre una antigua leyenda que nació precisamente en la tierra de la que salió Abrahán. Es muy posible que el mismo Abrahán conociera esa leyenda, y la narrara a los suyos; y así de generación en generación, hasta que en su momento sirvió de base para decir algo importante sobre Dios.

-Pero entonces –pregunté-, ¿no fue universal el diluvio? ¿Fue solo una inundación local?

El mago me miró en silencio. La lluvia había cesado, pero aún densos nubarrones tenían al cielo prisionero. La barca se mecía con suavidad sobre las aguas. Una brisa hacía ondear los extraños ropajes del mago. Le miré también yo a él, en el mismo silencio. Miré el color tan extranjero de sus ojos, el contorno tan inusual de sus manos, y los adornos tan desconocidos para mí enclavados en su bastón; miré las increíbles escenas pintadas en su piel: criaturas nunca vistas surgían de las aguas profundas de su pecho, mientras las hierbas más exóticas trepaban por sus brazos y acariciaban la luna que reinaba en lo alto de su espalda.

Y rompiendo el silencio, como el andar de la barca que rompía suavemente el manto del agua, me contó su historia.


Historia del mago que llegó a Belén desde las afueras de Dios, guiado por una estrella en el cielo

Vivo en las afueras de Dios. Esta expresión, las afueras de Dios, la tomo prestada del escritor Antonio Gala; define como ninguna otra el sitio del que vengo.

El relato del diluvio es perfecto para explicar qué son estas afueras de Dios. En realidad Dios no tiene afueras. Las afueras se las atribuimos nosotros, que a veces queremos que Dios sea más pequeño y local. Muchas veces, aunque no nos damos cuenta, nos molesta el “nuestro” del “Padre”, y queremos que el Padre lo sea solo de algunos, y que otros se queden por fuera.

Esto le pasó al pueblo que vivió el diluvio. Me preguntas si el diluvio fue universal o local… mi respuesta es: fue ambas cosas. Local, porque en efecto inundó solo esa región en que aquel pueblo vivía. Pero también universal, pues esa región lo era todo para ellos. Para ellos no existía nada más allá del horizonte. Cuando las aguas cubrieron sus chozas de barro, podemos perfectamente decir que todo su universo quedó sumergido bajo esas aguas. Todo lo que existía para ellos terminó en ese momento, salvo algunos cuantos que sobrevivieron. El mundo, su mundo ya no fue igual, y una nueva vida comenzó que tenía muy poco que ver con todo lo que habían vivido antes.

Lo mismo pasa con el pueblo de Dios. Cuando Abrahán dejó atrás su tierra, cuando Abrahán tomó a los suyos y se marchó de Ur para nunca volver, en ese momento Ur pasó a ser parte de las afueras de Dios. Todo lo que quedó atrás en oriente, más allá de la tierra que el pueblo de Dios conoció, simplemente no existía para ellos; no era parte del universo que ellos conocían. De igual manera que no sabían de la existencia de un mundo más allá de occidente, al otro lado del mar.

Yo soy parte de ese mundo desconocido. Yo vengo de esas afueras de Dios, de esas tierras lejanas y misteriosas que existen más allá del horizonte, más allá de donde nace el sol. Yo vengo de una tierra donde llamamos a Dios con otro nombre, y le vemos navegar todas las noches atravesando las aguas oscuras del cielo, a bordo de la barca delgada y pálida de la luna. Yo vengo de donde hemos aprendido a escuchar la voz de Dios en otros lenguajes, y por eso es una estrella la que nos ha anunciado su nacimiento. Pues los magos de oriente entendemos el lenguaje de las estrellas, igual que los pastores pudieron entender el lenguaje de los ángeles de Dios.

También los magos tenemos afueras. También los magos crecimos sin saber ver más allá del horizonte en que se nos moría el sol al caer la noche. Cuando descubrimos en el cielo la estrella del Mesías, no todos lo entendimos igual. Hemos dejado nuestra tierra y hemos venido en pos de la estrella, y hemos entendido poco a poco lo que esa estrella nos quiere decir. Cuando, ya peregrino, escuché por primera vez en estas tierras la expresión Altísimo, no pude evitar sonreír con emoción; un Dios más alto que las estrellas… también allá arriba, en el firmamento, se nos ocultaba otro universo más allá de la estrella que nos guiaba; también en el cielo teníamos afueras de Dios.

Todos tenemos afueras de Dios. Siempre, en cada uno de nosotros, hay algo cuya existencia ni siquiera sospechamos, algo que está más allá de nuestro horizonte, más allá de donde alcanza la mirada de nuestra alma. Y cuando Dios nace, como lo hizo aquella noche en Belén, una estrella va a brillar en la lejanía, en esas afueras. Algo se va a remover en nuestro cielo, algo que nos va a sacar de nuestra tierra y nos va a empujar hacia lo desconocido. Algo nos va a tomar de la mano y nos va a guiar más allá de nuestro sofá… hacia las afueras de Dios. Donde, paradójicamente, nos espera un Dios verdadero, más verdadero que el que hasta hoy hemos conocido, y que nace en el silencio y en la noche, donde menos lo esperamos.

Por eso los magos. Por eso, cuando Dios nace nos busca en las afueras de nosotros mismos. Donde están ocultos tesoros que, aunque lejanos, en el fondo nos pertenecen.

Por eso también los pastores. Lo mismo que tenemos afueras, también tenemos algo muy adentro de nosotros, de lo que nos avergonzamos. Los pastores, pobres sin tierra, nómadas en un mundo sedentario, con fama de pecadores, que dormían en la intemperie, durante la noche… eran la vergüenza del pueblo de Dios. Por eso Caín mató a Abel; por eso el agricultor sedentario mató al nómada pastor. Todos llevamos en el alma ese hombre sedentario, cómodo y civilizado, de buen vestir y buen comer, que se avergüenza de ese nómada inquieto, pobre y embrutecido por el frío que lleva dentro; y le esconde y le mata, para que no le estorbe en su cómoda vida sedentaria.

Cuando Dios nace, nace como un niño pequeño, como una insignificante semilla, oculto en una cueva de nuestra alma, pues si en nosotros busca posada no se la damos. Y cuando ha nacido no aparece en nuestros noticieros, llenos de noticias que no necesitamos escuchar; se anuncia en nuestros pastores, peregrinos pobres e inquietos que en el fondo somos… y se anuncia en nuestros magos, en nuestras afueras, en todo aquello que hay más allá del alcance de nuestra mirada… y que nunca creímos, ni sospechamos, que podía ser nuestro.


“Hoy el mago encuentra llorando en la cuna a aquél que, resplandeciente, buscaba en las estrellas… Hoy el mago discierne con profundo asombro lo que allí contempla: el Cielo en la tierra, la tierra en el Cielo; el hombre en Dios, y Dios en el hombre; y a aquel que no puede ser encerrado en todo el universo incluido en un cuerpo de niño. Y, viendo, cree y no duda; y lo proclama con sus dones místicos: el incienso para Dios, el oro para el Rey, y la mirra para el que morirá”.
San Pedro Crisólogo


Juan 1,14; 3,16. Lucas 1,37. Génesis 7.

Piedras celtas en el Camino de Santiago. Boceto de Ana Trejos. 2009.

Yo, pastor


Conocí en uno de mis vagabundeos por los senderos de la Biblia a un hombre que llevaba una inmensa rotura del alma marcada en la piel. La soledad había atravesado su corazón con un puñado de espinas, y la tristeza se arrastraba prendida a sus pies como una sombra imposible de perder.

Nos pusimos a charlar mientras caminábamos y, cuando nos percatamos, la noche se nos había venido encima y no se veía cerca ningún albergue en que buscar refugio.

Buscamos cobijo bajo las ramas de un esbelto árbol, y encendimos una hoguera. Después de compartir el poco pan que llevábamos, el hombre dijo:

-Creo que conozco este sitio. Lo recuerdo a la luz del sol, y me cuesta reconocerlo bajo las estrellas; pero, si no me equivoco, no muy lejos de aquí hay un pozo. Podríamos aprovecharlo para abastecernos de agua.

Pronto asomó la luna, y nos pareció que la claridad era suficiente para buscar el pozo de una vez y no esperar hasta el amanecer.

Salimos en su busca. Luego de un par de tentativas sin éxito el hombre reconoció un sendero que serpenteaba loma abajo, y así llegamos al pozo. Pero, por más que lo intentamos, no conseguimos quitar la piedra que lo cubría; en la Biblia, muchos pozos eran cubiertos por pesadas piedras que solo podían ser retiradas con la fuerza de varios pastores, que se reunían en algún momento del día para dar de beber a sus rebaños. Y, para colmo de males, el esfuerzo con que intentamos retirar la piedra nos dejó aún más sedientos de lo que estábamos cuando charlábamos a gusto junto al fuego. Nos dejamos caer sin fuerzas junto al pozo, para recuperar el aliento.

Luego de un rato de descansar en silencio, noté que la luz de la luna parecía acrecentar la tristeza en los ojos de mi compañero. Me atreví, por fin, a preguntarle si algo lo turbaba, o si algo terrible le había ocurrido en aquellos días.

-Toda mi vida ha sido terrible –me respondió-, desde hace muchos años. Toda mi vida no ha sido otra cosa que andar errante por el mundo, sin hallarle sentido a nada de lo que hago. Pero mi tristeza es aún mayor cuando estoy cerca de un pozo… ¡estos sitios me traen recuerdos tan dolorosos!

Fue así como reconocí a Caín en aquel pobre hombre. No necesité interrogarlo sobre el asunto de los pozos, pues estaba claro: los pozos de aquellos parajes, sitios de reunión para los pastores, eran para él sitios que le traían a la memoria el oficio de su hermano, pastor a quien había asesinado hacía muchísimos años.

Aquella noche no dormimos. Nos pasamos hasta el amanecer hablando del asunto, y Caín me contó muchísimas cosas sobre su terrible crimen y lo que su vida había sido desde entonces. Por eso, siempre que veo a un pastor pienso en Caín. Pienso en el dolor de Caín… y también en el dolor de ser pastor.

-¿Sabes qué es lo más curioso? –me confesó, cuando el sol estaba ya pronto a salir; habíamos regresado del pozo, y nuestra hoguera moría en paz-. Esa pregunta que me hizo Dios, aquel día… ¿dónde está tu hermano?... ¡esa pregunta! Ya ni siquiera recuerdo la voz de Dios… esa pregunta se ha hecho tan mía, me la he hecho en el silencio de mi alma tantas veces, que ya no la recuerdo de otra manera que con mi propia voz. ¡Dónde está mi hermano…!

Mientras hablaba, sus ojos brillaban más que el tenue resplandor de la hoguera. Continuó:

-Y solo cuando consigo dormir, esa pregunta halla respuesta… mi hermano está en mis brazos, y su sangre se mezcla con mis lágrimas. Sostengo su mano entre las mías, y puedo sentir en ella los últimos latidos de su corazón… Ya no es capaz de pronunciar palabra, pero es su sangre la que grita desde la tierra en la que se derrama. Y entonces despierto, y sé que jamás se durmió en mis brazos, pues todo lo que supe hacer en ese momento fue huir… ¡Abel, hermano!

Me di cuenta de que no existía palabra más difícil que esa, hermano, para aquel pobre hombre. La hoguera murió por fin, y nos dejó sumidos en esa profunda oscuridad que antecede a la salida del sol. No sé si sus lágrimas se mezclaban con las sombras; siempre recuerdo a mi amigo de aquella noche de esa manera, llorando en la oscuridad, pero es solo porque así lo imagino; así me gusta recordarlo. En mi memoria lo veo así, llorando en silencio, y entonces me tendí con suavidad en sus brazos, tal como todas las noches lo hacía su hermano en sus sueños. Caín tomó mi mano, y la apretó con la fuerza de quien no quiere –por nada del mundo- dejar escapar aquel momento. Y entonces, sí… sentí una de sus lágrimas caer sobre mi rostro. Y sentí también, por un instante, lo que siente un pastor al morir en brazos de su asesino… y lo que siente un hombre al morir en brazos de su hermano.

Siempre vuelve esto a mi memoria cuando, en el camino, me encuentro con mi amigo el pastor. Algunas veces lo encuentro por los riscos y los peñascos, buscando su oveja perdida; otras lo encuentro pasando la noche en una cueva, que ha convertido en su refugio, luego de construir con piedras una pared para que no entre el frío; y otras más me lo encuentro en el camino, cargando su mochila, incansable en su esperanza de llegar a Belén y ver al Dios recién nacido.

Y no me es difícil entender por qué los ángeles han querido anunciar esta buena noticia a un puñado de pastores perdidos en medio de la noche. Dormían los reyes en sus palacios, dormían los doctores y los letrados, dormían a pierna suelta los ricos en sus casas… y velaban en el campo, con sus rebaños, los más desgraciados de Israel. Velaba en el campo Abel, el pastor que muere a manos de su propio hermano, el hombre que –eterno nómada con su rebaño a cuestas- carece de los derechos que da la tierra, el pobre pecador a quien la religión ha escupido lejos del templo, pues su oficio le impide practicarla con la facilidad con que pueden otros… Es a este pastor, sí, víctima de su propio pueblo, a quien los ángeles buscaron para anunciar que había bajado Dios del cielo y se había ocultado en un pesebre, entre pañales.

Cuando desperté, el sol ya trepaba por el cielo allá en el horizonte. Mi amigo se había marchado. Tomé mi mochila y emprendí nuevamente mi camino.

Y, mientras caminaba, pensaba. Sentía tristeza por Caín, y por la pesada mochila que cargaba en el alma… y, pensando también en ese Dios que dormía con el sueño de un niño en una cueva en Belén, sentí –que ya no es pensar-, sentí el pensamiento de Dios; un pensamiento divino, breve y sutil, que me atravesó el alma como un ave que atraviesa fugazmente el cielo. Un pensamiento de Dios, ligero y hermoso, como el inocente pensamiento de un niño, en que ángeles bajaban del cielo y aparecían, llenos de luz, en la oscuridad del alma de Caín, y le daban la buena noticia.

Y por un instante, solo por un instante, cerré los ojos y vi el rostro de Caín sereno, que sonreía y con la mirada me decía que un niño le había enseñado que a veces el dolor es una puerta, detrás de la cual se esconde el perdón.


Génesis 4,1-16; 29,1-10; Marcos 2,17.

Pintura: Amanecer (Burgos). Ana Trejos. Óleo sobre lienzo. 2012.

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